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Internacional

Ecología, pobreza y desarrollo

Jorge Gómez Barata

Ningún problema ecológico o ambiental supera a la pobreza, y ninguna consecuencia es peor que el hambre. La pureza del aire no es más importante que quienes lo respiran, y no hay política que paralice el desarrollo que es viable.

Una de las confusiones del pensamiento político contemporáneo, con especial impacto en la izquierda, se relaciona con la prioridad que ciertos países en vías de desarrollo conceden a problemas globales que no han generado, y cuya solución no está a su alcance, entre ellos son relevantes los asuntos ambientales y climáticos.

De haber prevalecido los conceptos ecológicos y medioambientales existentes hoy, la Revolución Industrial no hubiera tenido lugar, y numerosos países europeos, incluso los Estados Unidos, no hubieran alcanzado el desarrollo económico que hoy exhiben y, de haberse atenido a las exigencias contemporáneas, China, el país que más contamina el planeta, seguiría siendo un país pobre y estancado.

Al respecto me resulta extremadamente desconcertante la posición de ciertas vanguardias políticas y sociales que en empobrecidos países movilizan comunidades campesinas y descendientes de los pueblos originarios para oponerlos a proyectos económicos que, sin ser perfectos, incluso con impactos ambientales colaterales, ofrecen posibilidades de creación de infraestructuras, urbanización y generación de empleos.

En fecha reciente he conocido de comunidades extraordinariamente pobres opuestas a proyectos mineros, represamiento de ríos, construcción de represas y plantas eléctricas, trazado de carreteras, y tendido de vías férreas a través de las selvas. Hay países que han llegado a prohibir la minería a cielo abierto, y en ocasiones se han invocado fenómenos místicos ligados a territorios y elementos llamados ancestrales.

Conozco casos en los cuales, por consideraciones no económicas, se ha renunciado a tecnologías completas, que para algunos países han resultado providenciales, incluso revolucionarias, entre las cuales figuran los organismos genéticamente modificados, la producción de etanol, y el uso del fracking.

Aunque existen argumentos pertinentes y la presencia en calidad de inversionistas de transnacionales de pésimos antecedentes, justifican las aprehensiones e incluso la oposición, en ocasiones habría que aceptarlas como un mal menor, hasta que mediante la práctica social se aporten soluciones. Entre tanto los avances imperfectos son preferibles a ningunos, sobre todo, cuando ello implica la parálisis y la consagración de la pobreza.

Por respeto a los líderes, organizaciones y comunidades, que enfrentan problemas concretos y están envueltos en intensas luchas, me abstengo de pronunciamientos críticos, aunque llamo a la reflexión acerca de la definición de las prioridades que se asocian al crecimiento económico, la generación de empleos y la creación de infraestructuras.

Es bueno participar en los esfuerzos colectivos, pero a ningún país pobre le corresponde salvar al planeta ni velar por el clima mundial, aspectos en los cuales, aun consagrando sus magros recursos y toda su atención, apenas pueden influir.

Recuerdo una novela donde se cuenta la historia de un mandatario tercermundista empeñado en desarrollar su país.

“…Fue a Europa y reclamó la plata de Potosí, el oro de México y de Perú, las maderas, las pieles y los salarios dejados de abonar a los esclavos y a los aborígenes, y se burlaron de él. Encontró una firma interesada en las maderas del bosque tropical, a lo cual se opusieron los ecologistas. No pudo represar los ríos para producir electricidad porque los países aguas abajo, lo demandaron. Propuso comercializar pieles de pumas, iguanas, y yacarés, así como plumas de cotorra y fue boicoteado. Quiso avanzar con la petroquímica, pero fue advertido que era necesario mantener limpio el aire.

En esos trajines se enteró que allá, en el Primer Mundo, donde se elabora el nuevo pensamiento y los mendigos tienen alto el colesterol, “las boas son más importantes que los niños”.

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