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Internacional

El retorno de la barbarie

Con preocupación vemos cada día hechos que hacen temer el regreso de épocas que creíamos superadas desde la supuesta desmovilización de los paramilitares y su reconfiguración en nuevos grupos.

El acuerdo de paz con las FARC trajo consigo la disminución dramática de los homicidios, secuestros, víctimas de minas antipersona, ejecuciones extrajudiciales y desplazamientos, entre otros males de la guerra, pero ahora vemos que lo peor empieza a repetirse.

La semana pasada se revivieron los falsos positivos (nombre eufemístico para las ejecuciones extrajudiciales): fue asesinado el ex miembro de las FARC Dilmar Torres, quien se había acogido al proceso de paz y dedicado a la vida común de cualquier ciudadano pobre en un pueblo de la región fronteriza con Venezuela. El día de su muerte iba para su casa, para lo cual debía pasar por tres retenes del ejército. En el primero lo increparon de mala manera; en el segundo lo asesinaron alevosamente y el cadáver fue llevado al tercer retén. Cuando se aprestaban a arrojarlo a un hueco cavado para el efecto, se hizo presente la comunidad, que había notado su ausencia y oído los disparos; en un comienzo los soldados negaron conocer su paradero pero los pobladores ingresaron y grabaron con sus celulares la escena: el cadáver desnudo, con una herida de bala en una pierna, el cráneo destrozado, los genitales arrancados y colocados sobre el pecho; dieron aviso a la comisión de paz del Congreso y a representantes de Naciones Unidas y empezaron a circular los videos que se hicieron virales.

El ministro de Defensa dijo que la muerte se había producido en un forcejeo al intentar quitarle el arma a un militar, que algo debió haber hecho para provocarlo y que el destrozo del cráneo había sido producido por esquirlas. ¿Por esquirlas? Cualquiera que haya visto películas de vaqueros o series policiales sabe que las balas no producen esquirlas. Además, el ministro nos quedó debiendo la explicación de cómo en un forcejeo el ex guerrillero fue castrado y sus genitales colocados sobre el pecho.

El general Diego Muñoz, jefe de la Fuerza Vulcano, en acto público celebrado en el lugar del crimen, expresó: “No mataron a cualquier civil; mataron a un miembro de la comunidad. Lo mataron miembros de las fuerzas armadas…lamento en el alma y en nombre los 4,000 hombres que tengo el honor de comandar, les pido perdón. Esto no debió haber pasado y esto no obedece a una acción militar”. Human Rights Watch se encargó de echar un baldazo de agua fría al aplauso que despertó la actitud del general, recordando que está implicado en una investigación por el homicidio de un campesino en 2008.

El fiscal general, pese a que la comunidad grabó a varios militares participando en el intento de enterrar el cadáver, se abstuvo de abrir investigaciones contra ellos y dio como único responsable a un cabo. La comisión de paz del Senado, según uno de sus integrantes “concluye que se trata de ejecución extrajudicial, intento de desaparición, y crimen contra el acuerdo y el proceso de paz”.

Pero ese no es un crimen aislado: hace 15 días un bebé de 7 meses fue asesinado en un atentado contra su padre, un ex guerrillero que se había acogido al proceso de paz y que ahora, al igual que su esposa, está hospitalizado.

Hace menos de una semana el ex presidente Uribe, quien comanda a la caverna, le dijo en el Senado a Gustavo Petro, senador ex militante del M19, que prefería a un guerrillero echando bala en el monte. Y hace menos de un mes, luego del acuerdo con el gobierno que levantó la minga indígena que por 30 días había cerrado la carretera Panamericana, dijo: “Si la autoridad, serena, firme y con criterio social implica una masacre es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta”.

Un lenguaje de guerra ha llegado al país con el nuevo gobierno, en la política interna y en la exterior, como lo demuestra el constante llamado al golpe militar y la invasión armada a Venezuela y el desconocimiento de los protocolos firmados por el gobierno anterior en nombre del Estado colombiano, que coloca a Cuba, un país amigo, decisivo en las conversaciones de paz con las FARC y luego con el ELN, en una situación muy difícil de resolver.

Quienes llaman a la guerra –por supuesto, sin que ninguno de ellos vaya a pelearla, para eso están los pobres- no se paran ante nada en sus propósitos: ya hemos visto cómo en el Senado atraviesan zancadillas burdas a la aprobación de la Ley Estatutaria de Paz. Tienen una red de falsas noticias dirigida por Ernesto Yamhure, como acaba de comprobarse, pese a que el principal alfil de Alvaro Uribe y primo hermano de Pablo Escobar, trató de encubrirlo. Yamhure, prófugo de la justicia, fue denunciado por ser enlace directo con Carlos Castaño, el líder paramilitar que bañó en sangre a este país en la década del 90.

La Corte Suprema acusa al ex presidente de manipular testigos y extrañamente muchos de los que obran en proceso contra él o su hermano aparecen muertos; la situación es tan difícil que Human Rights Watch pidió a la Fiscalía brindarles protección. Y los testigos en procesos que ponen en situación difícil al fiscal general aparecen “suicidados”.

Ahora que empiezan a regresar al país los ex jefes paramilitares extraditados a Estados Unidos (según dijo Mancuso, uno de ellos, para callarlos cuando iban a empezar a hablar) los temores aumentan ante las verdades que saldrán a flote. Ya dijo Iván Roberto Duque, uno de los principales, que en la desmovilización de los paramilitares presentaron a 12,000 vagos y prostitutas como miembros de sus filas para dejar activos a los verdaderos. En momentos en que una de las falsas acusaciones a la JEP es que ha permitido que entre los desmovilizados se infiltren narcotraficantes, verdades como esa resultan incómodas, por decir lo menos.

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