Georgina Rosado Rosado
En mi familia se compraba diario la prensa local, sin embargo no fue así como nos enteramos de la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, ya que como es sabido la mayoría de los medios de información fueron silenciados a excepción de la revista POR QUÉ?, que dirigía el valiente Periodista Mario Menéndez Rodríguez, hoy director del periódico de la ¡Identidad, Dignidad y Soberanía!, hecho que le costó persecución, encarcelamiento y el destierro como castigo a su compromiso con la verdad y la justicia.
Nos enteramos por la tía Dulce María Triay Carrillo, quien días después del suceso llegó de visita desde la Ciudad de México y nos narró lo que pudo ver desde la ventana de su departamento, ubicado a poca distancia de la masacre, y que tristemente le permitió observar cómo caían los cuerpos acribillados de los jóvenes que intentaban escapar de las balas. Nos compartió también las horas de temor que pasaron, ella y su familia, después de esconder en uno de sus cuartos a un grupo de estudiantes, a sabiendas que los militares en cualquier momento tocarían su puerta. Su voz subió de tono cuando nos expresó su gran indignación al notar al día siguiente que la mayoría de los medios de comunicación silenciaban el hecho o lo minimizaban falseando descaradamente lo sucedido. Siempre fui muy visual y mi imaginación convirtió sus palabras en imágenes, que como en una película, se reproducen cada vez que escucho hablar de ese doloroso hecho.
Sin embargo, en aquel entonces tenía tan sólo diez años y era demasiado joven para entender la completa trascendencia de lo ocurrido, menos aún la repercusión de la lucha de l@s estudiantes de aquel entonces en mis derechos como mujer. Fue diez años después, cuando militaban en el Movimiento de la Revolución Popular (MRP), organización de izquierda, el momento en que las feministas que participaron en el movimiento estudiantil marcaron mi conciencia.
Sucedió durante una asamblea nacional del MRP, en medio de una larga sesión, donde por supuesto predominaron las voces revolucionarias masculinas, cuando una compañera de mediana edad, sobreviviente del sesenta y ocho, nos pidió que le acompañáramos. La seguimos hasta un salón donde, después de cerrar la puerta y las ventanas, la compañera solicitó que nos sentáramos en círculo, lo cual todas hicimos dócilmente, en seguida, y para mi asombro, nos repartió a todas unos pequeños espejitos, procediendo a explicarnos cuál era su utilidad. Debíamos utilizarlos para observar nuestras llamadas “partes íntimas”, pero al ver nuestro estupor y asombro procedió a aclararnos que teníamos la opción de ir al baño de mujeres para realizar la encomienda en la total intimidad.
Debo aclarar que provengo de dos familias formadas por masones liberales y mujeres de carácter fuerte, debido a lo cual mi madre, a la que siempre consideré de vanguardia, nos formó, a mis hermanas y a mí para defender nuestros derechos en todas las esferas sociales, así como nuestra independencia económica y política. Pero como en la mayoría de las familias yucatecas, aun las ilustradas y liberales, el tema de la sexualidad era un tabú y la “virtud sexual” femenina un valor incuestionable. Por tanto, confieso que mi reacción inmediata fue de indignación, reclamando que estuviéramos perdiendo nuestro tiempo en ese bochornoso tema mientras que los hombres, para variar, acordaban sobre los temas trascendentes, es decir la revolución socialista y la lucha de clases.
Mentiría si dijera que recuerdo cuáles fueron exactamente sus palabras, pero sí puedo hablarles de la síntesis de sus argumentos; nuestros cuerpos, el suyo, el mío, el de todas las mujeres, en realidad le pertenecían al Estado, a las iglesias patriarcales, a los dueños del capital, incluso a los compañeros de nuestra organización, es decir eran de todos, menos nuestros y la prueba estaba en que la mayoría de las que estábamos ahí, incluyéndome, no conocíamos partes importantes de nuestra anatomía.
¿Cómo pretender liberar al mundo cuando nuestros propios cuerpos eran sujetos del dominio y la opresión? Era absurdo buscar la autonomía política cuando carecíamos del control más elemental, la de nuestra propia sexualidad, capacidad reproductiva, incluso placer. Y su argumento más contundente “sobre el dominio de nuestros cuerpos se asientan todos los demás”, ya que el capitalismo para su reproducción se apoya en gran parte en el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres. Pero sobre todo, un sistema capitalista patriarcal requiere del control de nuestra sexualidad, es decir de nuestra virtud y fidelidad al jefe de familia, para garantizar la paternidad de los hijos y con ella la transmisión de la herencia. Es importante considerar que de no existir la institución de la herencia, las personas podrían obtener durante su vida “según sus capacidades y necesidades” bienes privados y personales, pero al morir sus bienes capitales se redistribuirían, por tanto cada generación tendría las mismas condiciones, “piso parejo”, para alcanzar según sus esfuerzos los bienes a los que aspiren, es decir ya no habría clases sociales.
Fue ese día cuando me dejaron de parecer absurdas las imágenes de mujeres quemando brasieres, o poco importante la lucha por nuestra liberación sexual, comprendí que el movimiento del sesenta ocho marcó el despertar de toda una generación de mujeres que, aunque en minoría, se integraron de forma numerosa a la formación universitaria y junto con ello a la lucha por sus derechos humanos. Aprendí también lo que implicaba ser feminista de izquierda, ideología que me unía pero también diferenciaba de otras compañeras que también luchaban por sus derechos pero sin cuestionar a fondo el sistema capitalista. Me recuerdo levantándome para ir al baño con mi espejo en mano, apenada pero también agradecida con aquella sobreviviente del sesenta y ocho que me ayudó a romper con una forma primaria de esclavitud, mientras viene a mí la frase que tanto le escucho hoy a mi hija “la revolución será feminista o no será”.