Uuc-kib Espadas Ancona
Hace unas semanas, distraía yo al lector con la fascinante epopeya en la que me vi envuelto al cambiar de proveedor de telefonía celular y regresar a tributar al monopolio que hace ya décadas se cebó, entre otras cosas, de cobrar inexistentes llamadas de teléfono fijo –que eran, por cierto, los únicos a los que el público en general podía acceder– hasta amasar un capital de campeonato mundial.
Tras algo así como dos meses, y no sé bien en qué momento exacto, la otra empresa, de la que yo huía –la española que mal compite por el mercado vernáculo– finalmente canceló los servicios que me seguía dando después de haber concluido el contrato que me ataba a ella y cambiado de proveedor. (Está por verse si pretende cobrarme su metida de pata, de la que no obtuve ningún provecho. Al parecer todavía no lo han hecho). Entré así a la normalidad ciudadana: un celular, tributando a una sola mafia. Al menos eso creía yo. Durante este tiempo, usé los servicios del monopolio sin mayores inconvenientes, aunque de repente comenzaron a llegarme mensajes reclamando el pago de la factura vencida. Me supuse que se trataba de un error, pues para poder contratar el celular se me requirió poner a disposición de la empresa una tarjeta bancaria, para que cuando quisieran tomaran lo que dijeran que les tocaba. Con los españoles recibía ese tipo de mensajes a veces, al parecer Facturación y Cobranza no tenían la mejor relación interpersonal, o algo así, y nunca pasó a mayores. El tono de los mensajes pasó de la información a la exigencia, que desde luego no atendí, hasta que, en medio del último puente, me descubrí una noche sin servicio telefónico ni de internet. Tras un viacrucis telefónico, distintas voces de autoridad de la empresa me informaron, en síntesis, que, francamente, lo que yo recordara en relación con la manera como contraté la línea ni les importaba ni les interesaba, pues su sistema clarito decía que yo debía pagar en efectivo. Que, básicamente, yo no era nadie para discutir tan alta autoridad, y que si quería servicios ya pagara lo que debía. Tras varias horas y el correspondiente derramamiento de bilis, me resigné y pagué, lo cual exigió meter los datos de una tarjeta a internet. Fin del capítulo 2.
Cuento esta historia personal, más allá de que seguramente el estado se encuentra en vilo preguntándose en qué habría terminado, porque me parece que ella, como de muchas otras cosas mínimas de la vida, revela problemas de fondo en nuestra convivencia social. El problema no es si uno u otro individuo malhumorado se enoja ante una pequeña deficiencia en un servicio; sí lo es la manera como el grueso de la población tiene que enfrentarse al poder económico todos los días, el costo personal que esto representa y lo que ello implica para la vida en común para el país.
La gran mayoría de los propietarios de alguna de las 115 millones de líneas de telefonía celular que hay actualmente en el país son personas que se tienen que hacer cargo personalmente de cualquier trámite relacionado con ellas. Lo mismo encontraremos si vemos al conjunto de los usuarios de servicios bancarios, de supermercados, de propietarios de vehículos o de internet. Es en efecto sólo una pequeña minoría la que goza del privilegio de no tener que ocuparse personalmente de esas cosas, pues son tareas que se delegan en empleados; el filtro sin embargo es maravilloso. Como los que acuden a los servicios de atención al público no son personas económicamente relevantes para la empresa, pues se trata de usuarios que no tienen empleados que les hagan las cosas engorrosas, o de esos empleados, la atención puede ser tan deficiente como económicamente le convenga. En el caso de muchas de ellas, como los bancos, resulta incluso materialmente imposible dirigírseles por escrito, pues ningún empleado recibe quejas y todas se tienen que hacer, según el caso, vía telefónica, la poco útil Condusef, o de plano los tribunales. Evidentemente, los clientes que sí importan, por el volumen económico de sus transacciones, tienen otras vías de acceso a la atención de la empresa, distintas de las del vulgo. Este tipo de prácticas resulta en que diversas deficiencias en el servicio, por ejemplo líneas caídas, o facturación de velocidades no proporcionadas de internet, permite a las empresas oligopólicas proporcionar servicios de mala calidad a precios elevados, incrementando sus ganancias a costa del usuario. Por su parte, para el usuario, esta dinámica cancela la efectividad de su único poder real en el mercado, su capacidad de compra, pues individualmente es del todo insignificante para los proveedores si consume de ellos o no, especialmente porque no tiene muchas opciones para refugiarse, y los inconformes pasan de uno a otro. Por la vía de acuerdos de facto, los servicios que prestan los pocos proveedores alcanzan hondos niveles de baja calidad, pues a ninguno le reditúa ganancias competir dando mejores servicios a la multitud de pequeños usuarios.
Adicionalmente al expolio económico del consumidor, estas prácticas abusivas, y que el mercado desde luego no va a corregir, como pretende la leyenda neoliberal, los oligopolios disponen de cada vez más tiempo de trabajo de sus usuarios, en sustitución de trabajo debidamente asalariado de su propio personal. No sólo son cada vez más los procesos semi-automatizados en que el usuario da su tiempo para el funcionamiento rutinario de la empresa (instalar sus “aplicaciones de usuario” para no ocupar a ningún empleado en la cobranza, por ejemplo), sino que la resolución de problemas se delega en personal poco capacitado, con muy limitadas capacidades técnicas y ninguna de decisión, ocasionando una inversión adicional de tiempo al infortunado cliente.
Estos abusos son el mastique de una sociedad del abuso. Un cambio de fondo tendría que significar también la posibilidad de cada persona de disponer de servicios básicos de calidad sin que obtenerlos se vuelva una desagradable aventura.