Uuc-kib Espadas Ancona
En la enorme dispersión de metas políticas de la sociedad mexicana -tras el logro de elecciones razonablemente democráticas y la consecuente alternancia, en 2000- diversas exigencias, en especial algunas de las antes hechas por la izquierda partidista, quedaron abandonadas. Entre ellas resultan notables algunas que tienen que ver con la igualdad básica de los ciudadanos, el eje articulador de la República, que quedaron marginadas de un debate político que, en su pragmatismo, desprecia todo lo que tenga que ver con cambiar la realidad básica del país. Por esta vía, en México, y particularmente en Yucatán, testificamos una resignación social ante condiciones de convivencia injustas y disfuncionales, cuya existencia y reproducción no se cuestiona. En la cotidianidad personal, la meta es eludirlas, no alterarlas. Mientras esos intentos logran magros éxitos, la constante sigue siendo un caudal de problemas, de distintas tallas, que deterioran la vida en común e individual de los yucatecos.
Así, por ejemplo, la movilidad, incluyendo en ella las vías de comunicación, el transporte público y el tráfico vehicular, entre otras cosas, exhibe un catálogo de problemas cuyo resultado más grave es el elevado número de muertes registradas en accidentes de tránsito. A ello hay que agregarle los cientos de miles de horas que, en conjunto, las personas desperdician todos los días al trasladarse en rutas de autobús diseñadas para el beneficio de los concesionarios, no de los usuarios; o al carecer de vías adecuadas, prolongando el traslado en tiempo y distancia, aún disponiendo de vehículo propio; o simplemente al tener que lidiar con conductores que no saben manejar y entorpecen el tráfico de formas increíblemente creativas. Cuenta aparte merece el costo económico, público y privado, de una pavimentación deplorable, que lo mismo muele vehículos que esqueletos.
A esta situación, la ciudadanía colabora entusiasta ignorando cualquier ley que imponga límites a su voluntad en los predios de su propiedad y zonas aledañas. La invasión de banquetas, cuando existen, con rejas, arriates, coches, materiales de construcción, rampas, cabinas telefónicas y otras cosas, de forma tal que se vuelven totalmente inútiles para el peatón estándar, no pensemos en carriolas o sillas de ruedas; la apropiación de terrenos públicos, desde franjas de banquetas, hasta calles enteras, y aún más; el uso sistemático de lugares de estacionamiento prohibidos; la apropiación de banquetas y áreas de estacionamiento público por negocios o particulares; y otras prácticas frecuentes son formas en que algunos individuos obtienen beneficios personales ilegítimos, a costa de deteriorar la calidad de vida de los demás, sin que la autoridad responsable de guardar el orden lo haga.
Los ejemplos de este tipo de abusos sistemáticos y permanentes pueden multiplicarse en áreas tan variadas como lo laboral, lo escolar, el desarrollo urbano, o casi cualquier tipo de servicio público o privado. La característica común es la misma. En función de su poder particular o del colectivo al que pertenece, alguien puede abusar de otros impunemente, dentro o fuera de la ley.
El problema es que las normas imponen límites a todo tipo de personas que, por un lado, no consideran que esa disposición se les deba aplicar y, por otro lado, cuentan con una condición de fuerza que les permite evadirla. Esta lógica es la misma cuando el patrón impone jornadas de doce horas, so pena de despido; cuando la autoridad expide licencias de manejo sin que sea requisito saber conducir; o cuando el ayuntamiento decide no aplicar el reglamento de construcciones; ya que de otra manera los votantes se enojarían y castigarían electoralmente al gobierno. La ilegalidad es pues un caldo de cultivo para la corrupción, en la que, según su tamaño, cada actor social se lleva su parte. Los dueños del dinero, hacerse de más; los gobernantes, seguir siéndolo; y el ciudadano de a pie, pequeñas trampas en el día a día.
Este día a día de pequeños y grandes abusos, en donde, como siempre, son los más desfavorecidos económicamente los que se llevan la peor parte, es uno de los resultados de la despolitización de la sociedad mexicana, especialmente de la renuencia ciudadana a asumir lo que de deber personal también exige la democracia.