El sabía, desde que era niño, que “el perro es el mejor amigo del hombre”. Al paso de los años y con los golpes de la vida aprendió también que de la gente no debía confiarse demasiado y por eso no olvidó aquella sentencia contundente: “mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”. Llegó incluso a convencerse de que “el perro ha civilizado al hombre” porque, a pesar de haber sido atemorizado y agredido por una jauría y volverse desconfiado e indiferente con los perros, Motita lo hizo cambiar nuevamente tal como a continuación lo cuento…
-Acompáñame a que me corten el cabello, no quiero ir solo.
-No puedo, tengo que hacer. Discúlpame, pero de verdad no puedo. Dile a uno de tus hijos que te acompañe -le contestó Margarita, firme en su decisión al dar aquella sugerencia que, al parecer, resolvía el deseo de compañía que su marido deseaba.
-A mí ni me digas -adelantó René, el mayor de sus hijos que enseguida argumentó-. Me urge terminar esta tarea que debo entregar mañana temprano.
-Vamos, Gaby… -apenas alcanzó a decir cuando su segundo hijo, sin mirarlo a ver, le atajó:
- Estoy atendiendo a mis gallos, no han comido, y luego voy a darle su zacate a mi caballo…
“Carlitos, el más pequeño, él no me puede fallar, es el más chico y me va a obedecer”, se dijo, convenciéndose de que su deseo de ser acompañado tenía que lograrse. Quiso dar categórico la orden para no fallar, pero, listo el chiquillo que había escuchado todo, se adelantó:
-Estoy jugando, papá…
Y se fue solo.
De pronto sintió que alguien lo seguía. Volteó y vio a Motita, su perrita... “No, no creo que me esté acompañando, seguramente ha de ir con sus ‘cuates’ los perros del vecindario a jugar o algún compromiso tendrá”, y siguió caminando hasta llegar a casa de Doña Fina donde habrían de cortarle el cabello. Su asombro afloró cuando, después de sentarse en la sala de espera, Motita se sentó en el piso a un lado suyo, pegadito a él. “No creo que se haya dado cuenta que yo deseaba que alguien me acompañara, que nadie de mi familia hubiera querido y ella decidiera hacerlo”, reflexionó. Dudó y su asombro creció cuando le tocó su turno de corte, mientras Motita observaba sin moverse de su lugar. Pero su asombro fue mayor aún, cuando, después de pagar a Doña Fina, la perrita salió tras él acompañándolo en todo el trayecto de regreso hasta llegar a su casa.
Al entrar, él se agachó, tomó de la cara a Motita, le acarició varias veces la cabeza mientras ella movía la cola y le lamía las manos, se vieron un largo rato y a los dos se les humedecieron los ojos…
Abelardo Tamayo Esquivel
Escritor Comunitario y Cronista de Dzilam González