Yucatán

Hanal Pixán mueve la economía del campo yucateco: involucra a miles de trabajadores para ofrendas en los altares

Agricultores, los horticultores, los floricultores, los artesanos del barro o la fibra de henequén forman parte del Hanal Pixán.

El Hanal Pixán es una red viva en la que intervienen miles de agricultores, familias mayas y cultivos de temporada
El Hanal Pixán es una red viva en la que intervienen miles de agricultores, familias mayas y cultivos de temporada / Por Esto!

En el crepúsculo del patio, junto a la ceiba o bajo la cruz verde que corona el altar doméstico, se alzan aromas profundos: el humo del mucbipollo, el vapor del atole caliente, el dulzor de la calabaza cocida en miel. Esa atmósfera es la del Janal Pixán –del maya “comida de las ánimas”– la celebración que convoca a vivos y ausentes, pero también a la tierra, al trabajo y a la comunidad.

En Yucatán, el Janal Pixán no es sólo una ofrenda: es una ceremonia que vincula directamente al campesino, al cultivo, al fruto del huerto y al rito colectivo

El pulso del campo yucateco

En un estado donde más de 73 mil personas se dedican a la agricultura cultivando maíz, hortalizas y frutas, el Janal Pixán adquiere un perfil productivo. Municipios como Tekax, Tizimín y Panabá cosechan calabaza, pepino, chile habanero, tomate y rábano cuya temporada coincide con la ofrenda.

Estos cultivos no sólo llenan mercados y hogares, sino que llegan también a las mesas de las ánimas: frutas de temporada, cítricos que en Yucatán representan más de 450 millones de pesos anuales en valor económico, flores, huertos familiares que abastecen la tradición.

Cuando un campesino recoge la calabaza que va a la ofrenda, o un hortelano selecciona las mandarinas que coronarán un altar, participa del Janal Pixán sin salir de su milpa. La ofrenda se convierte en destino simbólico y comercial: es memoria, comunidad y producción.

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Ofrenda, memoria y economía local

Del 31 de octubre al 2 de noviembre, los hogares y comunidades mayas preparan altares, mesas de comida, tamales, frutas, dulces artesanales, bebidas tradicionales. El 31 se dedica a los niños fallecidos, el 1 de noviembre a los adultos, y el 2 al resto de las ánimas.

En esos altares aparece el mucbipollo (o pib) –tamal enterrado bajo tierra en horno tradicional–, las frutas recién cortadas, los dulces hechos con productos locales, bebidas como el tan chucuá (cacao, masa, especias) o el balché (fermentado de corteza de árbol), todos ingredientes del campo que la tradición convoca. Este ritual moviliza, pues, la cosecha de hortalizas, frutas, flores, madera y fibra del henequén, y une producción agrícola con identidad.

Las comunidades mayas se convierten así en guardianas del Janal Pixán: transmiten el conocimiento del horno de tierra (píib), seleccionan los ingredientes, preparan el altar, decoran con flores y copal. En el lenguaje de la tradición se entrelaza la vida de la milpa con el regreso del alma (pixán).

Saberes que dan sustento

El ritual doméstico del Janal Pixán, lejos de la mercantilización, se asienta en el interior de las casas rurales: la limpieza del patio, la velación, la cocción en horno de tierra, la visita al panteón. Estudios señalan que en las familias yucatecas es común que todos los integrantes participen: madres, padres, abuelos e hijos.

Las comunidades rurales repiten el rito con ingredientes de la producción propia: frutas de huertos familiares, hortalizas recién cosechadas, dulces caseros. La economía local se reactiva porque los productos encuentran valor en la tradición: no sólo se cultiva para vender, sino para ofrendar. Y ese acto de ofrenda también fortalece el tejido social: se reúnen vecinos, se comparten alimentos, se revive la memoria colectiva.

Una identidad viva en la península

A diferencia de otras regiones donde el Día de Muertos adquiere manifestaciones mayormente urbanas o turísticas, en Yucatán la mesa, el patio y el hogar son el centro. La ofrenda no simplemente se expone: se vive. La cruz verde que muchas veces corona el altar no es un adorno ornamental: remite al árbol sagrado maya, la ceiba; los elementos del altar recuperan una lógica cosmogónica.

Las comunidades mayas han sido las responsables de conservar esa lógica: que el alma regresa, que el rito incluye cocer bajo tierra, que la ofrenda requiere de la tierra, la milpa, la huerta. En ello, el Janal Pixán actúa como archivo comestible del saber indígena, como puente entre generaciones, como motor de identidad.

Impacto económico y turístico

Esta tradición –como muchas otras ligadas al Día de Muertos– también posee un impacto económico tangible. A nivel nacional, la festividad genera decenas de miles de millones de pesos anuales, beneficiando a micro, pequeñas y medianas empresas, a los artesanos, a los floristas, al campo.

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En Yucatán, cada producto agrícola que llega al altar moviliza la cadena local: siembra, cosecha, transporte, mercado, tradicionalidad. Los agricultores, los horticultores, los floricultores, los artesanos del barro o la fibra de henequén, todos participan de una economía estacional que, sin la tradición, perdería valor.

Ritual, mercado y salvaguarda cultural

El reto es que el Janal Pixán mantenga su sentido y no se convierta sólo en espectáculo o consumo turístico sin raíz comunitaria. Las comunidades mayas advierten que la receta no es el show: es la memoria, la ofrenda, la mesa y la cosecha. El equilibrio entre tradición viva, producción local y turismo respetuoso es la clave.

Desde los pueblos hasta Mérida, la celebración se ha vuelto oportunidad para ferias del Pixán, concursos de altares, muestras estatales que exhiben altares con productos de la huerta. Pero también para reflexionar: ¿quién cultiva las frutas que se colocan? ¿Quién cosecha las calabazas? ¿Quién sostiene la tradición? Las respuestas apuntan hacia los campesinos como José Antonio Cauich, un agrucultor de Panabá, que explica a POR ESTO! su labor en el Día de Muertos.

“Cada temporada, mi cosecha se sincroniza con el ritual: las mandarinas, las naranjas, la jícama del huerto… todo va al altar. Esto reactiva la economía de Panabá: otros productores traen sus frutas, los artesanos sus dulces, las mujeres preparan el mucbipollo, y se genera un mercado local que se alimenta del Pixán.”

¿Y qué papel juegan las mujeres y las familias mayas en este proceso?

José Antonio afirma que “las abuelas conocen el horno píib, las recetas del relleno negro, el atole, los dulces de papaya. Mis hijas preparan los manteles bordados, los muchachos decoran con flores locales. Sin el saber de ellas, el ritual pierde su raíz. Nosotros los hombres trabajamos la tierra, pero ellas preservan el rito”.

Cauich advierte que la tradición puede convertirse en espectáculo. “Llegan visitantes, ferias, concursos de altares, lo que genera ingresos. Pero también hay que cuidar que no se pierda el sentido: no es sólo para la foto, es para la ofrenda, para la memoria. Nosotros decimos que cultivar, ofrendar y convivir son tres patas de la misma mesa.”

Alimento para las ánimas, sustento para la vida

Al caer la noche yucateca, cuando las velas en la Plaza Grande o en los patios rurales alumbran cajetes de chocolate caliente y platos de pib, se ve algo más que rito: se ve comunidad, tierra y memoria. La mesa del Janal Pixán no está vacía, está llena: de productos del campo, de manos campesinas, de saberes mayas, de ofrendas, de vida.

Participar de ese rito, llevar una fruta o flores al altar, contemplar el vapor que se levanta del pib, es reconocer que los muertos regresan, sí, pero también que los vivos cultivan, cosechan y ofrecen. Porque la comida de las ánimas también nutre la vida de quienes aún la cultivan y la recuerdan.

El Janal Pixán no es sólo una tradición que detiene el tiempo: es también un ciclo que pone en movimiento al campo, a la comunidad y a la identidad.

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