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Cultura

En La Habana, hace treinta años

Por Conrado Roche Reyes

Jorge se despertó a las dos de la tarde. La noche anterior se había pasado de copas en la discoteca Comodoro. Era su segundo día en La Habana. Bajó al lobby del hotel. Se moría de hambre. Una joven alta y delgada de larguísimas piernas se le acercó. “Tienes un cigarro”, preguntó sonriente. “No –respondió Jorge–, pero voy a la tabaquería a comprar unos. Si quieres, acompáñame y te doy uno”. Bueno, vamos”. Le regaló a la chica una cajetilla de Marlboro, misma que le respondió con una sonrisa y le hizo la pregunta que todos le habían hecho en la disco:

–¿Eres mexicano?

–Sí.

–¿Qué haces por aquí?

–Estoy de paseo. Ahora voy a buscar un lugar para comer, ¿quieres acompañarme?

–Claro, te voy a llevar a La Bodeguita del Medio, ah, y me llamo María.

–¿María nomás? Que nombre tan raro para una cubana, todas las que conocí ayer tenían unos nombres verdaderamente extraños.

–Es que los papás cubanos inventan nombres.

Llegaron a La Bodeguita. Esta era casi como una cantina antigua de México. En las paredes había recortes de periódicos que elogiaban la comida del lugar. El mesero preguntó qué iban a tomar. Jorge preguntó cuál era la especialidad de la casa. “Pues cual va a ser chico, los mojitos”. “Pues tráigame dos”. Les prepararon en unos vasos los mojitos, mezclando ron cubano con limonada y azúcar. La pareja disfrutó dos vasos más.

“¿Qué nos recomienda para comer?”, preguntó Jorge. “Si tú quieres te traigo un poco de cada una de nuestras especialidades”. Un trío cantaba con una armonía de voces notable, con ese sabor tan especial de los músicos caribeños.

Tú me quieres dejar

Y yo no quiero sufrir

Contigo me voy mi santa

Aunque me cueste morir.

–Cómo se llama esa canción –preguntó Jorge a María.

–¿Cómo, no la conoces?

–Pues sí, pero no me acuerdo del nombre.

–Se llama Lágrimas Negras.

Jorge llamó al trío que tocó alrededor de su mesa por una hora. Animados por los mojitos, platicaron.

–María, no me gustaría sepárame de ti.

–No te tienes que separar.

–Y no tienes que avisar a tus papás.

–No. Los cubanos somos muy libres. A ustedes los turistas, les cuesta mucho trabajo entender que este es otro mundo. Nosotros nos liberamos de la tutela familiar desde muy jóvenes. Aquí en Cuba no es mal visto.

–Cuéntame de ti.

–Estoy terminando mi primer año en la universidad. Tengo dieciocho años.

–Y cómo se divierten aquí las personas de tu edad.

–No hay mucho que hacer. Organizamos fiestas y tocamos la guitarra, vamos al malecón, a veces vemos la TV, pero solo funciona hasta las diez y es del gobierno. También vamos a las discotecas, pero no nos dejan entrar si no vamos acompañadas de un turista”.

Platicaron durante varias horas. Jorge examinó detenidamente a la escultural María y pensó que en México causaría sensación. Le llamó también la atención la cultura que tenía una joven de dieciocho años. Pensó que en Cuba la vida era tan dura y limitada, que los jóvenes desde muy temprana edad tenían que lanzarse a la calle a luchar por la supervivencia. Jorge le preguntó que era una jinetera.

–Pues son las muchachas que están en los hoteles, en el malecón o en las discotecas buscando a los turistas que las inviten a comer o a bailar. Con que las inviten a comer y a bailar están satisfechas.

–¿Y a cambio de qué?

–Pues es obvio Jorge, a cambio de que se acuesten con ellos. De eso que para ustedes es tan importante, y que para nosotras, es algo tan natural como darte la mano. En Cuba tenemos otros valores.

Jorge estaba impresionado. La muchacha era increíblemente sincera e inteligente. A los dieciocho años estudiaba en la Universidad y conocía a fondo la problemática de su país. Se dio cuenta de que a pesar de las circunstancias tan adversas, María amaba a Cuba y se sentía orgullosa de ser cubana. Le pareció auténtica, natural y se sorprendió al darse cuenta de que en unas horas estaba enamorándose de ella. No era una hipócrita como la mayoría de las mexicanas, caprichosas y llenas de prejuicios. A las once de la noche quiso llevarla a su casa. Ella preguntó: “¿No quieres que me quede contigo?”. “No, María, sentiría que lo haces por la comida”.

Al otro día se volvieron a ver. Su novia en México ya le parecía una sosa muchachita. Estaba enamorado de María, una muchachita de dieciocho años. Era increíble.

Después de una larga y fascinante visita al museo de la Revolución, María le propuso ir a la playa. Fueron a Santa María, en donde Jorge rentó un bungaló. Se sentaron en la arena. Jorge sentía una emocionante excitación. Ella le contó que a pesar de los formidables esfuerzos de Fidel por su pueblo, el imperialismo yanqui le vetaba todo intento de salir adelante. Le dijo que sabía que allá afuera de Cuba había otros mundos. Conocía en teoría cómo funcionaban los sistemas políticos de otros países, y como todos, tengo un enorme deseo de salir de aquí y conocer el otro mundo.

–¿Pueden salir, hay alguna forma?

–Pues no muchas. Las únicas maneras de salir de Cuba son como artista, como deportista o casándote con un extranjero.

–Si te casas te permiten salir.

–Claro. Muchas amigas mías se han casado con un extranjero y salieron.

–María, te voy a hacer una pregunta. ¿Por qué estas aquí conmigo?

–La verdad, si ayer me hubieras pedido que me quedara contigo, lo hubiera hecho como una jinetera más. Hoy te lo pido yo: quédate conmigo.

–Pues yo te hago otra propuesta: ¡cásate conmigo y nos vamos al fin del mundo pero juntos... me he enamorado de ti...

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