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Cultura

Miguel Gómez y... ella

Por Conrado Roche Reyes

Algunos soldados, después de la balacera inicial, empezaron en su avanzada; comenzaron a caminar entre verdaderas lagunas de sangre. Los cuerpos mutilados, deshechos, silenciosos, se confundían con las sombras que en unos cuantos minutos habían caído sobre los hombres… las balas… las sombras.

Un pequeño grupo de indios se logró organizar en medio de la confusión y del terror y se lanzó en un último intento, machete en mano, contra una tropa implacable, pero fueron cayendo uno por uno antes de llevarse en su camino al silencio, la cabeza de ningún “verde”.

Los gritos sacudían la noche en una más ininteligible de mentadas, de quejas, de lamentos, de alguna madre buscando al hijo que las bayonetas le arrancaron de los brazos. A muchas mujeres ya no les alcanzó el aliento ni para correr, arrodilladas levantaban los brazos y rezaban en tzotzil con una fuerza que les salía de los más profundo de sus huesos, de su carne, que emergía de las sombras del misterio que lleva latente el ser humano.

El campo se fue cubriendo con cuerpos de indios jóvenes y viejos, las balas no hacían distingos. Cuerpos con boquetes en la cabeza, en el tórax, en las extremidades. Muchos caían con los ojos abiertos desfigurados por grotescas muecas producidos por el miedo, con las bocas también abiertas, como si en los últimos minutos de su existencia quisieran tragarse de un bocado todo el paisaje; otros rodaban por la tierra con los ojos ya cerrados, en una entrega silenciosa de sus cuerpos.

Ella lo vio todo con sus ojos casi de niña, con las manos unidas y las muñecas amarradas, a un lado de la risa impúdica del oficial.

Miguel Gómez logró llegar a una cañada cercana acompañado de varios hombres. La oscuridad le ayudó a esconderse entre los matorrales y burlar momentáneamente a los esbirros del oficial.

A Miguel Gómez lo agarraron varios días después.

“Ora sí, redentor, vas a saber lo que es bueno”. Miguel lo miró con desprecio.

“Los perros como tú ni sepultura merecen”. Miguel lo miró con desprecio.

“Te vamos a dejar en pleno monte pa’que le hagas justicia a los zopilotes”. Miguel lo miró con desprecio.

“¡Responde! Di algo mal parido, antes de que te mande al otro mundo”. Miguel lo miró con desprecio.

La tropa lo fue conduciendo a punta de culata hasta un viejo roble. Sangraba por diferentes heridas que le habían abierto los culatazos en la cara. Estaba sereno, empapado en una sangre oscura que le quemaba. Antes de que lo fusilaran, Miguel le lanzó un escupitajo en la cara al oficial.

A punto estaban de fusilarlo, cuando llegó la orden de arriba de que se lo tenían que llevar a México. La tropa regresó al pueblo en donde esperaba ella, pálida y amarrada. Sirvió a los deseos insanos del oficial y de varios soldados. A ella también la reclamaban en México, por lo que su deseo de mantenerla un tiempo para matarla se diluyeron.

Ambos fueron puestos en un avión militar y llevados a la Ciudad de México. Desde entonces, jamás se volvió a saber de Miguel Gómez y Ella.

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