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Cultura

Estandarte de la isla, bandera de universal cubanía

Miguel Barnet

Todos lo sabíamos todo, como reza el apotegma. Todos lo esperábamos. Ella había acumulado muchos años, pero también todos queríamos que llegara a los cien. Su muerte nos sorprendió porque ella en vida era ya una leyenda y las leyendas, a diferencia de la historia, gozan de la plenitud de lo eterno. Consternados, nos resignamos a la verdad. Ya ella no estaría más entre nosotros. Ella que fue siempre la primera porque era la más grande, la más universal de nuestros artistas en los siglos XX y XXI.

Su nombre, sin embargo, quedará como un ejemplo supremo de sabiduría y arte. Alicia Alonso se convirtió muy pronto en un estandarte de la Isla, en una bandera de universal cubanía. Ella rebasó los límites de la edad cronológica para llegar a la edad sin edad que es la mítica. Pero eso también lo saben todos. Los que tuvimos el privilegio de conocerla y tratarla quedamos huérfanos de ella, de su hermandad y su ética. Como expresé en una ocasión Alicia Alonso violentó el mercurio de la pereza tropical para instalarse en el vacío, que es el movimiento perpetuo.

No podremos olvidar nunca su talento creador, su maestría artística y su ingenio personal. Siempre enarboló el brío de una respuesta ágil y profunda, inteligente y lúcida. Siempre nos conquistó con su vehemencia y su alado ardor. Nadie tuvo respuestas más crudas y directas a las provocaciones de los entrevistadores. Ella siempre los derrotó con su modo ríspido y macizo de contestar. Y es que ella junto a las habilidades que logró con su cuerpo entrenó su mente para todas las batallas que enfrentó en su longeva carrera, que no fueron pocas. Acompañada de una voluntad inmarcesible y poseedora de una técnica en permanente pulsación, ella ha sabido modular la desmesura en un ejercicio pleno de maestría.

Su perfección y dominio de la técnica la realzan entre una pléyade de bailarinas que no lograron consumar su genio dentro de un círculo de fuego. Sus dones interpretativos la muestran a cabalidad como una actriz insuperable. De ahí, el calificativo de prima ballerina assoluta. Ella fue la imagen multiplicada, la extensión del cuerpo hacia el vacío, la comprobación del eros en el espacio real y la sobrenaturaleza. En Giselle, una de sus más prodigiosas y legendarias actuaciones rescató lo insondable y el milagro del movimiento y la luz. Nadie la ha podido superar en este papel, como nadie la pudo superar en la Odette-Odile de El lago de los cisnes, ni en la Carmen de Alberto Alonso, sólo por mencionar algunas de sus históricas apariciones en los escenarios del mundo.

Ella es el arte que se ve y se hace ver, el que comunica, sacude e inquieta al espectador, el que provoca sorpresa porque en cada una de sus actuaciones fue diferente, creativa y transgresora. Y eso la colocó en el más alto pedestal. Independientemente, de todas estas características de su estilo, ella por su vocación ética fundó la Escuela Cubana de Ballet y el Ballet Alicia Alonso en 1948, luego bautizado como Ballet Nacional de Cuba. Y volvió a su patria cuando su crecimiento artístico alcanzaba el cenit y era ya primera figura del American Ballet Theater.

Ya en Cuba recibió el apoyo que la Revolución y, particularmente Fidel Castro con su telúrico aliento, le dieron. Eso le permitió desarrollar la enseñanza de la danza clásica en nuestro país. Por eso uno de sus aportes mayores fue el que dejó como maestra, coreógrafa y promotora cultural. Alicia quedará siempre entre nosotros y para el mundo como un modelo de tenacidad, profesionalismo y belleza.

El Gran Teatro de La Habana, que hoy con toda justicia lleva su nombre, tendrá el compromiso como todo el pueblo de Cuba de recordarla siempre y de exaltar su grandioso legado artístico. ¡Viva incólume en su gloriosa posteridad quien tantas veces nos hizo suspirar de asombro y emoción!

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¡¡Bravo, Alicia!!