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Cultura

Volver a la biblioteca

Manuel Tejada Loría

Nunca debí alejarme. Es el vago pensamiento que me viene a la cabeza al estar caminando entre estantes de libros que casi duplican mi altura. La biblioteca pública central “Manuel Cepeda Peraza”, en Santa Lucía, tiene desde hace un par de años otro rostro, debido a la restauración que hicieron tanto de su exterior como de su interior. La iluminación y ventilación son distintas a las de mi infancia, adolescencia y juventud cuando venía a prestar libros a ésta, que fue la casa de Guty Cárdenas. Sin embargo, ese sentimiento, entremezclado de serenidad y libertad, sigue siendo, para mi fortuna, el mismo.

Mi vida ha estado ligada desde siempre a una biblioteca. Recuerdo mucho las de mi escuela de educación básica en el Avelino Montes. La de primaria era muy grande y espaciosa; la de secundaria, más pequeña pero nutrida en volúmenes interesantes. Uno de aquellos veranos de infancia, viajamos a Villahermosa para visitar a mis tíos, y junto a mis primos nos llevaron a la Biblioteca Pública del Estado “José María Pino Suárez” que tenía apenas unos años de recién inaugurada en ese entonces. Era un gran e imponente edificio moderno, con una sección infantil que hacía sentir a uno, en pantalones cortos, por los cielos.

Fue ahí, en esa biblioteca tabasqueña, donde me encontré con Arthur Conan Doyle. No pude seguir recorriendo el gran inmueble porque me quedé absorto y enclavado en las pequeñas mesas con la lectura de Sherlock Holmes, una edición infantil pero que presentaba parte de las aventuras del detective.

Más adelante, en la escuela secundaria, doña Margarita, la bibliotecaria, me dejaba ingresar al área de resguardo de los libros, y allí, entre esos pasillos de estantes de libros, conocí la hermosísima colección Salvat de literatura, donde me tope de frente con otro título de Conan Doyle: “El perro de los Baskerville”. Desde entonces, me hacía muy feliz leer. Creo que me alejaba de algún modo de los comentarios absurdos, clasistas y ofensivos que escuchaba en los patios de recreo.

Estudiar el bachillerato en la UADY me permitió continuar ligado a otras bibliotecas, como la Biblioteca Central, hoy en el Centro Cultural Universitario, que es muy bella desde donde se le mire, con su jardín literario, media luz y lámparas de escritorio; y la de mi escuela, la Preparatoria 2, que si bien impedía acceso directo a los estantes de libros, siempre había una bibliotecaria intermediaria, fue de los años de más lecturas intensas que experimenté en sus cubículos. Siempre en algún descanso entre módulos, aprovechaba revisar los ficheros bibliográficos, y pedir los libros para “hojear”. Y terminaba enganchado por horas y horas, casi sin ojos, hasta el anochecer.

Y, bueno, ya en la universidad, la relación con la biblioteca cambió un poco en la medida de las lecturas que por la escuela teníamos que realizar. Ya no tanto por gusto propio, sino por formación. Sin embargo, siempre uno termina desviándose entre tantos libros y lecturas. Tanto la biblioteca de la ex facultad de Ciencias Antropológicas, como sobre todo la del Campus de Humanidades y Ciencias Sociales, siguen en fresco recuerdo.

En todas las etapas de mi vida, la relación con la Biblioteca Pública del Estado “Manuel Cepeda Peraza” fue paralela. Cuando era infante, mi madre nos inscribió a un par de cursos de verano y recuerdo mucho la sección infantil en el anexo por la calle 62 de este edificio, con su gran acervo infantil y las actividades en las que participamos. Era un espacio alegre que me dejó un buen sentimiento al rememorarla, aun hoy cuando es una bodega. Luego en mi adolescencia, cuando ya podía transportarme por mi cuenta, tramité la credencial de préstamo a domicilio, porque prefería leer en casa o en alguna banca del parque. En alguna ocasión, hasta ingresaba a leer en la iglesia del barrio porque en determinadas horas el espacio era silencioso, con la iluminación idónea para la lectura y sin ninguna alma en pena que molestara.

Ya en mi primera juventud, durante la universidad, encontrarme con las colecciones de la Novela de la Revolución (que de algún modo conocí en la prepa 2) y de los Premios Nobel de Literatura, me hacía sentir afortunado, feliz, cobijado entre tantos libros. Y, por supuesto, siempre tramité mi credencial de préstamo a domicilio, porque se me hace un servicio cultural muy generoso y especial. ¿Quién te presta lecturas, en un marco donde el fomento a la lectura se ha convertido en moneda de cambio para muchas instituciones y asociaciones civiles?

Ya en mi adultez, siempre en el marco de bibliotecas y estanterías repletas de libros, he sostenido las conversaciones más significativas que hoy permanecen en la memoria y en la espera de su continuación.

Por supuesto, en todos estos años fui formando mi propia biblioteca que llamé Biblioteca Personal Nietzsche-Rodó (por el filósofo alemán y el pensador uruguayo) que ante el crecimiento de la familia, tuve que dispersar por toda la ciudad en resguardo con amigos y conocidos mientras encuentro un espacio propio o una solución decente. Esta biblioteca, sin duda, es para mi familia. Para que algún día, como yo, sientan esta serenidad y libertad al caminar entre estos estantes de libros, abrir sus volúmenes, leerlos, y comprender que no sólo es tinta y papel lo que frente a uno se yergue, sino también historias, emociones y sobre todo alma.

Esa alma que en pleno siglo 21 hemos relegado al olvido.

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