Conrado Roche Reyes
II y último
…Cuán presto se va el placer/ como después de acordado / da dolor/como a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor…
Por la tardecita, ya con la casa rechinando de limpia y oliendo a asepsia (trapeada y barrida) y un poco de creolina, se escuchaba por la radio “La hora de Pedro Infante” y “Martín Corona”, “Luis Dragón, conquistador del espacio”, estas últimas radioaventuras nacionales, así como “Las aventuras de Dzitriyo y Huacheuech”, esta netamente yucateca y con actores locales. También a lo largo del día escuchábamos la muy de moda música tropical cubana, interpretada por sus creadores o por locales. Tríos, muchos tríos que aún estaban en boga. El programa más escuchado y duradero de esa época era “La hora porteña”, los relatos del “Abuelito cuenta cuentos” (el locutor yucateco Castillo Cecías), y por las noches, el partido de béisbol en directo desde el parque Carta Clara. En las tardes lluviosas eran infalible el elotero “¡Elote sancochadoooo!”, el y el sorbetero Santos con su metálica llamada. También hacía su aparición el paletero “Payaso”: de limón, sandía, chocolate, fresa “pirata” (de dos sabores) y el sabrosísimo “esquimo”. Muy de vez en cuando pasaban los De Soto, Vauxal, los novedosos de velocidades al piso, mientras jugábamos pelota (béisbol) a media calle, y créalo usted, los automovilistas esperaban al término de alguna jugada antes de continuar su camino. ¡Ay, hoy día sin motivo alguno te echan el automóvil encima sin piedad, en especial los elegantes y educados camioneros! al paso del chino cacahuatero (“Pira y uareee¡”).
Cuando el bochorno amainaba, pasaba “la regadora”, una pipa con agua que hacía que el bochorno no nos avasallara dejando caer gotas de agua por el pavimento. Chácara (avión), canicas, trompo, pesca pesca, guarda, teléfono descompuesto, brinca la soga, juegos mixtos, ahí sí existía equidad de género. Ellas nos trataban como a sus iguales y viceversa en todos los aspectos. Excepto entre los preadolescentes que ya jugaban la tradicional “botella”, con besito en la mejilla y el despertar del sexi, pero siempre en todo lo demás, en igualdad de condiciones. Jamás a ellas se les ocurriría la brutalidad y desvergüenza de molestarse como salvajes e ignorantes y lastimar un monumento a la maternidad como las cobardes encapuchadas de hoy… ¿Por qué contra la mamá? No lo entiendo.
Todo era más cercano. Todos nos conocíamos. No existían todavía los súper, por lo que los mercados de cada barrio estaban repletos de carniceros y verduleras, así como los que expendían “recados” para todo. Las señoras y las “muchachas” tenían una confianza impensable con su marchante, al que conocían por su nombre o apodo y viceversa. “Quítale el ‘xich’ Milo”.
Durante mi niñez se podría decir que acudí todos los días al cine El Encanto, ya que don Gras, el boletero, me dejaba pasar gratis (“Uay, que inmoral está su ‘calzonera’ de Tarzán”, decía la tía Chata). Al lado del cine, los hasta hoy no superados panuchos de Marrero, y al lado de Marrero, Regalos Sobrino, “para no tener que ir al centro, que estaba “lejísimos”. Que una inyección, ahí estaba doña Doly con su artesanal letrero a la puerta de su casa “Se hace hemstich. Se aplica toda clase de inyecciones”. Y los doctores acudían a domicilio; hoy, juar juar, no los saca usted de la comodidad de su “pulman”, perdón, consultorio. Por la tarde, pan de El Faro o El Hulpoch. Olores enervantes todos los días. Para los admiradores de Empédocles había variedad y cantidad: El Gallito, El Estado Seco, La Carmelita, La Negrita, El Lucero del Alba, El Tupinamba y así me podría pasar horas mencionando tantos centro de salud, “¡Salud!”, que existían en mi querido barrio, famoso por la belleza de sus mujeres y sus artistas. Pastor Cervera, Eduardo Luján-Urzaiz, Fernando Muñoz, Eduardo Ortegón, Jorge Casares, don Pepe Rubio Millán, Santiago Burgos Brito, Russell Montañez, Cinthia Alayola y otros que escapan a la memoria.
Las fiestas de quince años en las casas particulares con música de Radio Sonido Maldonado y el famoso intransmisible para entrar a la fiesta. Los Halloweens. Todo el vecindario con sus farolillos a las puertas de las casa ciertos días de eventos religiosos. Las novenas (los chiquitos tocando sonajas). La feria en el parque con los aparatos de Ordoñez. Los títeres Urenda, “los títeres con alma”, anunciaban. El temible párroco, padre Ricalde. Tres alcaldes salieron de este barrio –en otros barrios sucedía exactamente lo mismo que relato, pero con diferentes nombres y diferentes rostros–. La librería y papelería de Margarita Machado, que antes trabajó años en Burrel. La escuelita de ballet de las Viana, en cuya ventana se trepaban los adolescentes a admirar a las hermosas que ensayaban. Colocaron entonces una madera para ocultarlas quitándonos una mirada al cielo en forma de niñas púberes. El obligado aceite de ricino cada seis meses “para limpiar el estómago”. La famosa tienda El Tívoli, adonde se acudía, además de a hacer compras, se puede decir de todo, a chismear en la banca que toda tienda que se precia debería de tener. Atendidos por don Pancho y doña Catalina. Sus hijos Mario, “el Chel”, y Beny, platicaban mucho conmigo, preguntándome siempre por mis primas. La maternidad del doctor Moguel. Las escuelas Quintana Roo, Hidalgo, “con don Remigio Aguilar, eterno director, El Hispano, El Niño Artillero, Ana María Gallaga, Alcalá Martin. La que dirigía el poeta Díaz Maza y no recuerdo su nombre, más las que se me olvidan. Los sillones a las puertas para tomar fresco: “Vaya bien”, “Buenas noches, doña Guti” (Angustias Incháurregui) y muy temprano, antes de terminar el partido de beis, a la hamaca: “Niña, ponle leña al calentador, se van a bañar tus hermanitos”. “Niña, ponle el pabellón a tu hermanito”, “Niña, sírvele a tu hermano su comida”.
Así era. El noventa por ciento de lo que aquí relato –y falta mucho más pero no es mi onda llegar al capítulo 784– ya ha desparecido. Fue una infancia feliz, sin embargo, la época más feliz de mi vida fue cuando entré a la secundaria, pero eso ya es otra historia.