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Cultura

Definir nuestras relaciones, el desafío más grande

Alejandro Solalinde

Algo que nunca vamos a poder ignorar es nuestra condición egoísta, o para expresarlo en lenguaje bíblico, es nuestra condición pecadora ¡somos humanidad caída! Estamos dañados de por existencia, en proceso continuo de recuperación, salimos del estado de coma (antes de la Redención) pasamos de terapia intensiva, (después de la Redención) a una sala de recuperación ¡permanente! Sí, toda nuestra vida y toda nuestra existencia como raza humana estaremos cayéndonos y levantándonos del brutal bajón causado por nuestra primera decisión equivocada. La idea central del Génesis, más allá de todo revestimiento cultural y literario, es que Dios nos hizo bien, pero nos creó libres, con libre albedrío; en la primera oportunidad que tuvimos para ejercer esa libertad, fallamos, no soportamos nuestros límites y, a la mala, quisimos ser como Dios. Después de este desastre ontológico ya nada fue igual, ¡se rompió el amor dentro de nosotros!, nació el miedo, la distancia con el Creador, y surgió odio entre nosotros. ¡Nuestras relaciones con Dios, con nosotros mismos y con los demás, quedaron rotas! Desde entonces nos inclinamos poderosamente al mal. Nos volvimos pecado-dependientes. El sacrificio de Jesús en la cruz nos liberó de la dependencia del mal, pero no de las consecuencias de él. El daño ya estaba hecho ¡el golpe fue enorme! Hay secuelas severas. Eso explica por qué la raza humana es contradictoria, inconsistente, sorpresiva y miedosa. Nadie como San Pablo describe mejor esta situación contradictoria: Hay una ley espiritual, “pero yo soy carnal, y estoy vendido como esclavo al pecado. Y ni siquiera entiendo lo que me pasa, porque no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco (…) Entonces, no soy yo quien hace eso, sino el pecado que vive en mí…” “¡Ay de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo, nuestro Señor!” (Rm. 7, 14-25).

La buena noticia es que estas secuelas son controlables, aunque se requiere un medicamento de por vida, una súper vitamina, que es la gracia de Dios y el acompañamiento del Espíritu Santo. Como se trata de una condición crónica, requerimos aceptación y paciencia en el largo proceso de restablecimiento ¡funcional!, es decir, una existencia equilibrada de relaciones armónicas con Dios, con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza. Todo esto nos coloca en la urgencia de reorientar relaciones, reeducarlas desde la misma mirada.

Cada religión tiene sus referentes que guían sus relaciones con los semejantes y con la naturaleza. En el caso de la gran Familia cristiana, formada por iglesias antiguas y comunidades nuevas derivadas principalmente del protestantismo, tenemos como referente a Jesús Cristo; Toda su vida, enseñanza y obra, se centran en las buenas relaciones.

Cuando Jesús habla de la pureza de corazón, de los limpios de corazón, se refiere a las relaciones sanas, regidas por sus valores, criterios y sentimientos, positivas desde la mirada amorosa viendo por el bien de ajeno.

Los seres humanos por lo general dejamos nuestras relaciones interpersonales a la deriva, a merced de nuestros instintos, nuestros intereses egoístas. En un planeta de relaciones rotas, en el México que nos dejaron de reenlaces fragmentados y confrontados es preciso trabajar mucho con todas y todos en la construcción de un nuevo tejido social incluyente y plural. La fe cristiana, si es auténtica, se tiene que reflejar en nuestro trato con Dios, con los semejantes, con las cosas, sobre todo con el dinero, con la naturaleza. Esto se alcanza sólo con la fuerza de Dios, Ella nos consolida para desterrar malas intenciones, de lo negativo guardado en el interior.

El mundo actual contaminado por los falsos valores capitalistas nos inclina al individualismo mezquino, a sacar provecho para nuestros intereses, muchas veces, a costa de los demás. Por eso es impostergable definir nuestras relaciones. Definir nuestras relaciones significa aceptar la decisión de buscar el bien del otro. Tenemos que preguntarnos: ¿qué es lo que alguien necesita de mí?, y no, ¿qué es lo que yo necesito de él? Y esto hay que definirlo siempre. Un padrastro debe optar entre ser un padre o un amante de su hijastra o su hijastro; un sacerdote debe elegir entre ser un signo del amor de Dios, o un pederasta; un comerciante debe escoger entre obtener la ganancia justa de un cliente, o abusar del cliente haciéndolo víctima de su ambición; de igual manera, un servidor público debe considerar si quiere brindar atención a la ciudadanía, o servirse de ella. Aquí está la definición.

Es deber de una persona consciente preguntarse: ¿Qué quiero ser para los demás? ¿Cuál va a ser mi relación con cada persona? ¿Qué esperan los demás de mí? ¿Cómo puedo apoyarlos?

Muchos de los problemas sociales entre individuos, familias, grupos, instituciones, se podrían evitar si quisiéramos ver con generosidad y respeto. Yo he descubierto a través de la experiencia que el respeto es una forma delicada de amar. No entendiendo el respeto como un no meterse con los demás para que no se metan conmigo; como una barrera de protección egoísta, o como una distante indiferencia.

No, el respeto es un valor enorme consistente en reconocer con empatía la dignidad, atributos y derechos de los demás. Pero sobre todo ¡es un gran acto de humildad frente al misterio que es cada ser humano! Cada persona es única en su exterior y en su mundo interno tiene vida propia, su libre albedrío, va a su ritmo, tiene su cosmovisión, sus fobias y preferencias. ¡Un maravilloso misterio! Por eso no podemos reducir la complejidad de alguien a la parte que podamos captar de ella. Los humanos somos incapaces de abarcar el conocimiento pleno de lo que es un semejante. Es semejante, no igual. Sólo Dios puede conocer a cada persona. Sólo Él. Por esta razón el respeto es el valor que toca practicar en nuestro trato con todas y con todo.

Respetar es no hacer daño a nadie, no causarle ningún mal ni sufrimiento alguno.

Toda persona merece respeto, y no en razón de sus actos buenos o malos, sino por el valor intrínseco de su dignidad humana. Cuando hablamos de perder el respeto hacia alguien debido a sus malas acciones, estamos hablando en realidad de retirarle nuestro reconocimiento. Nosotros podemos reconocer a alguien, o retirarle nuestro reconocimiento, pero nunca debemos dejar de respetarlo. Entonces, nos damos cuenta que el respeto es un valor más profundo que sólo pintar mi raya con otro. El respeto supone amor y por supuesto no está peleado con la confianza y la camaradería, no es intocable, las bromas bienintencionadas y aún cierta sana picardía entre amigos está dentro del respeto.

Vemos a diario en medios y redes sociales cómo se hacen juicios con tanta ligereza, se lanzan calificativos con tanta seguridad como si se tuviera la certeza de conocer por dentro y por fuera a los demás. Cada vez que hacemos juicios temerarios o reduccionistas estamos usurpando el lugar de Dios. Él es el único que puede ver la totalidad de lo que somos cada uno. Podemos estar observando a un individuo, pero no saber lo que está pensando ni tampoco saber qué está sintiendo.

Respetar es también no irrumpir en la vida de otro, es no invadirlo. Hay gente muy invasiva ya sea porque no para de hablar o porque es muy demandante, el estar llamando exageradamente la atención, sobre todo cuando está llamando a las personas por su nombre para que lo presten atención. Estar llamando la atención de alguien por su nombre puede resultar amenazante para algunas personas, lo mismo es acercarse demasiado a otra persona mientras habla con ella. Hay gente que casi pone cara con cara. Bueno, se es invasivo hasta con una mirada insistente. Para una persona tímida todo esto es desagradable.

Puede ser que los invasores no lo hagan con mala intención, pero fastidian.

Respetar es permitir la intimidad de los demás, su silencio, su privacidad. Es también esforzarse por armonizar mi temperamento predominante con el del otro, un sanguíneo posiblemente se impaciente con un flemático, un flemático con un colérico. Pero pueden convivir.

Respetar es, además, guardar el orden de una fila, tomar en cuenta el tiempo de los otros, no hacer ruidos perturbadores, ni tener conductas antisociales.

Ayuda mucho entender que cada individuo tiene su vida propia, su forma de comprenderla y su propia dinámica, tienen su tiempo para entrar y conectarse a un ambiente nuevo. Tenemos que darles tiempo para su adaptación. Dejarlos ser.

Si nos paramos en un crucero de calle y comenzamos a mirar detenidamente a los transeúntes descubriremos que cada uno lleva su propia dirección, su impulso, su objetivo y su ritmo, cada uno va su propia vida.

En una ocasión, mientras escribía, alcancé a ver sobre un papel a un insecto pequeñísimo, apenas se podía apreciar a simple vista. Me maravilló que tan chiquito llevara su propio motorcito que lo movía, sentí emoción al ver algo tan grande en un ser tan pequeñito. Me vino a la imaginación ¿qué pasaría si lo aplastara en ese momento con un dedo? Se pararía su movimiento, de inmediato dejaría de existir, se pararía su vida y jamás volvería a existir. Lo seguí observando hasta que se perdió, quería saber cuánto tiempo duraría vivo, cuándo se pararía su motorcito.

Al contemplarlo, me remonté al Creador, medité cómo él es tan grande que da vida a seres apenas perceptibles que se mueven por sí mismos. Fue fantástica la coincidencia de nuestras dos vidas tan diferentes, hermanos de creación.

Del mismo modo, cada ser humano llevamos nuestra vida propia y lo menos que podemos hacer es cuidarla, respetarla, como una forma de agradecerle al Señor el don de la vida.

Atrevámonos a sentir la emoción de compartir la vida con las personas que están a nuestro entorno, en un país que se está levantando, con un presidente de la República que cree en un Dios encarnado en su pueblo, un mandatario que respeta a sus adversarios. Todas y todos los integrantes de esta gran nación que tiene también su vida propia, y que ni en tres décadas de corrupción y ambición desmedida, lograron acabar con nuestra vida y nuestras raíces. Dejemos las inercias sociales viciadas y las inútiles resistencias al cambio. Respetar la patria es defender las causas de nuestras heroínas y nuestros héroes.

Es tiempo de respetarnos, respetar toda vida, respetar a nuestro Creador, rescatar nuestro planeta Tierra, comenzando por México. Enarbolando esta bandera nos sumamos a los esfuerzos del Papa Francisco, del teólogo Leonardo Boff, de Greenpeace, de la pequeña grande Greta Thumberg y muchos más. Una inaceptable hipoteca pesa sobre nuestra Casa Común, los poderosos del mundo como Donald Trump pretenden apropiarse del futuro que sólo pertenece a las generaciones venideras. Los capitalistas neoliberales no respetan ni siquiera su vida propia, pues la consumen poco a poco buscando dinero. Muy posiblemente ellos estén incapacitados para valorar la vida, para definir sus relaciones personales, tan precarias tejiéndolas desde arriba, desde el poder y el dinero. Su ceguera les impide entender que redujeron la vida planetaria por dinero que nunca se llevarán después de su muerte, pero sus hijos y nietos no se librarán de las consecuencias de la destrucción ecológica.

Urge ir tejiendo relaciones solidarias en nuestro territorio nacional y regional con hermanas y hermanos en Centroamérica, en Estados Unidos y Canadá, una comunidad respetuosa y solidaria, capaz de definir sus relaciones nutridas con los valores del Joven Jesús de Nazaret. El respeto es una forma integral de amar.

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