Manuel Tejada LoríaImposibilidad de la ficción
Antes de que empezara la tarde mi hija me pidió las llaves del auto. “Voy a dar una vuelta que ya no aguanto tanto encierro”, me dijo muy a su manera. “Está bien”, respondí. Ante semejante desplante ¿qué más podemos decir? “Nada más no te bajes del auto que hay cuarentena”, alcancé a advertirle mientras se ponía los lentes de sol. Nuestro papel de padres hoy en día está muy devaluado. Pero a sus ocho meses de vida a veces necesita uno que otro consejo.
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Pues sí, había algo peor que nuestra diaria rutina: vernos 24/7. El hombre escuchaba descorazonado las geniales imposturas del novio parásito. Apenas unas semanas atrás, antes de la cuarentena, también se quejó de tener que ir al trabajo cada mañana y luego sólo verse en las noches para cenar, buscar alguna serie en Netflix como “AJ and the Queen”, y dormir. Sin saberlo, que aquella rutina matinal los salvaba de sí mismos. Las horas de ausencia física los hacía soportarse el resto de la tarde y noche. Antes del decreto de la fase 2 dieron por finalizada la relación con un portazo que cimbró a todo el edificio.
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Había caca de gato por doquier y una de orines delirantes, aunque en Instagram sólo aparecían selfies gatunos y sonrientes. Apenas llegaba de la calle a casa se iba directito al sofá, donde una vez estiradas las piernas, dejaba caer los zapatones del tac-tac-tac. Encendía de inmediato la pantalla del teléfono y revisaba todas las redes habidas y por haber. El felino entonces, famélico, saltaba a su pecho ronroneando algo de croquetas, pero en vez, sólo recibía los flashes de las nuevas selfies. “La felicidad es minina” posteó poco tiempo después y se durmió con el celular en la mano, mientras el gato consumaba su séptima vida.
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La quincena llegaba puntual al plástico resguardado en la billetera y se sentía medianamente contento. Cada mañana abría las puertas y ventanas de su oficina, regaba las plantitas, y atendía los pendientes de ocasión. En su escritorio, de vez en vez acomodaba la bandeja de oficios, el lápiz y el tajador. Y de reojo miraba hacia la puerta a la espera de algún “usuario”, en el lenguaje de hoy. Pero nada. Varios años después, allí estaba relegado, cuidando el rincón más acogedor del mundo.
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“El canal de adultos no funciona, señorita, y lo necesitamos”, alegaba desesperado el joven fifí. “Muy bien, entonces que nos pasen a esa suite”, agregó. Colgó el teléfono e impacientes, se vistieron en seguida y subieron al auto para cambiarse de habitación. Por cosa de nada iban a atropellar al hoster vestido de cupido. Apenas entraron a la 314, el joven encendió la pantalla plana y buscó el canal. Ni las pastillas azules, moradas o verdes los ponían así. Transcurrió la primera hora en medio de la locura cuando de pronto la pantalla quedó azul: no signal. Todo se interrumpió. La recepcionista no lo podía creer, de nuevo la llamada histérica de aquel joven fifí. Pero nada podían hacer, se había perdido la conexión satelital y aquella encerrona nomás terminó en patético encierro, pues sin porno, él y ella dijeron, “no era igual”.
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Al final del día, frente al espejo, la impostergable verdad. Atrás quedan las horas de jolgorio y fiesta. El run-run del auto deportivo, el tic-tac del Rolex plateado, el clic-clic de su pesadísima cadena de 36k, la mágica fragancia que lo hacía oler más que a caballero a virrey o marqués, con su camisa Oscar de la Renta y el engomado del pelo siempre húmedo, su secreto varonil. Había valido la pena, así lo cree, arriesgar el pellejo por obtener esta vida de elogios y mujeres, pasar por encima de otros para ser el único, el inigualable. Pero al final del día, sin nada encima, rodeado de verrugas, flatulencias y gravedades, un fuerte dolor en el pecho y una impostergable verdad.
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Un día se puso a escribir epístolas y ya no se detuvo. Hablaba de la esperanza como una cuestión de fe. Hablaba del amor como una condición sine qua non de la existencia. Hablaba de la amistad como una cuestión de hermandad. Y en ocasiones también escribía cartas a las grandes empresas trasnacionales de las que fue siempre ferviente opositor. Pero la esperanza, el amor y la amistad son cuestiones que suceden fuera del papel.
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Cada quien su propio encierro.