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Cultura

¿Para qué poetas en tiempos de coronavirus?

José Díaz Cervera

II y última

En un mundo pragmático, donde cada cosa debe tener una utilidad y un valor económico, a partir del cual se estructuran los demás valores (incluidos los ético-morales), la sola presencia de algo que no sirva para nada es el logro mayúsculo de la creación, algo que está allí sin cubrir una función específica, aunque siempre listo para lo que se ofrezca. La poesía es ese alambre que nos ayuda a abrir una portezuela o a hilvanar un sueño, ese hilo con el que atamos la suela rota de un zapato o una esperanza, el pedazo de cartón que utilizamos como paraguas o para empacar nuestra tristeza, la caja con la que un niño se construye un automóvil e inventa la alegría… Pero hablamos de la poesía y no del poeta que, por lo demás, siempre ha vivido tiempos de penuria.

Bastaría leer “La muerte de Virgilio”, de Hermann Broch, para darnos cuenta de la marginalidad, desde la que se ejercita el oficio de poeta: en sus delirios, preagónico, mientras un grupo de esclavos lo baja de un barco de la flota imperial del César Augusto y recorre las callejuelas de Brindisi en una litera (escuchando los insultos de las prostitutas y de la plebe), Virgilio entiende su trabajo: “Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica al mundo, pero no cuando lo representa tal como es…”. Solitario y sin paz, el autor de la “Eneida” moriría horas después en un habitáculo lujoso procurado para él por el emperador.

Me parece que el poeta no conoce otra manera de vivir sino en tiempos de miseria (de miseria no sólo material, sino moral y hasta cultural). El poema es sólo una suerte de síndrome de esa condición de precariedad en la que vive el hombre, y el poeta es una especie de ave de mal agüero que intenta, con muy poco éxito, ponernos frente a frente con esa circunstancia. Mas, quizá, lo único que el poeta puede ofrecer es una especie de lección de persistencia y, si se quiere, de resistencia, poniendo su fe en todo aquello que el poder ha tirado a la basura.

Rubén Bonifaz Nuño definía al poeta como un ropavejero, alguien que toma los harapos desechados por los demás y los convierte en un ropaje medianamente digno para quien no tiene nada que ponerse, es decir, alguien que nos ofrece la posibilidad de sentirnos menos pobres o, al menos, a sobrellevar nuestra pobreza con un poco de dignidad.

Mas en una sociedad prisionera del utilitarismo, los actos de fe no tienen cabida porque nos ponen en el carril inconveniente de la esperanza, y no debemos perder de vista que el poder se alimenta justamente de nuestra desesperanza (por eso rechaza a la poesía y a los poetas).

Creo, sin embargo, que los poetas, en la medida en que buscan justificar su quehacer, están cayendo –sin darse cuenta– en el juego de ese poder que trata de aniquilarlos; por eso hay que asumir una actitud radical y rebelde, y ello me ha llevado a defender la convicción de que la poesía no sirve para nada y que el poeta no ejercita ningún tipo de función social ni resuelve problema alguno con su trabajo.

Para mí, es bueno que alguien se dedique a ejercitar la gracia; que alguien haga algo que no persiga fin alguno; que en el mundo haya objetos que no sirvan para nada, salvo para lo que cada quien decida en ejercicio de su libertad. La poesía –para mí– es como un alambre oxidado que un día nos permite abrir una puerta o impedir que se cierre; su gratuidad es su razón de ser, en un mundo en el que nada es gratis (“there is no free lunch”, decía Milton Freedman –ideólogo del neoliberalismo económico– en referencia a los almuerzos gratuitos que algunos gobiernos reparten entre las personas más pobres).

Estamos viviendo tiempos complicados. Enfrentamos una pandemia que amenaza, sobre todo, a las personas de la tercera edad. Muchos poetas y organismos ligados a la literatura han subido videos a las redes sociales para ayudar a que la gente viva de manera menos penosa el encierro… El alambre se vuelve útil de repente para una comunidad, sirve para algo, tiene una función pragmática, ejercita una de sus muchas posibilidades; después regresará a su sitio hasta que alguien lo necesite de nuevo (ya para salvar su vida, ya para encontrar un sendero menos incierto, ya para encontrar las palabras que expresen su bienestar o su malestar, ya para…).

La poesía ha sobrevivido, no sólo a las adversidades sino aun a muchos de sus oficiantes. El poeta estará allí, ejercitando la necedad, sin que jamás alguien se lo haya pedido, y eso –sin duda– es prodigioso. Defender la inutilidad de la poesía en un mundo utilitario es defender la fuerza de un prodigio, tanto como defender nuestra capacidad de asombro.

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