Iván de la Nuez
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Hace unos quince años, el novelista turco Orhan Pamuk se puso melancólico y escribió El museo de la inocencia. Esta pieza breve del Premio Nobel de Literatura, primero fue texto y después ladrillo. Pura imaginación antes de ser construido y dispuesto para recibir visitantes en su Estambul natal.
El museo de Pamuk alojaba el recorrido obsesivo por los restos de un amor: colillas, notas escritas a mano, vasos usados, trofeos íntimos. También se convirtió en el museo real de una familia ficticia. Su colección de objetos provenía de la trama misma del libro, y anticipaban el edificio que al final acogería esos fragmentos de supervivencia. Su texto no fue otra cosa que el plano de una futura arquitectura.
Si para el astrólogo chino Ts’ui Pên, inventado por Borges, construir el jardín de senderos que se bifurcan y escribir una novela era lo mismo, para Pamuk escribir su libro y construir su museo fue la misma empresa.
Al contrario de lo museos actuales, que se comportan como continentes a la espera de contenidos –almacenes a la espera de obras–, los objetos sueltos de Pahmuk salen a la búsqueda de su museo como los personajes de Pirandello se lanzaban a la búsqueda de su autor.
Ahora bien, si el museo solo fuera un refugio, ya lo podríamos dar por perdido. Si fuera, exclusivamente, el lugar al que trasladamos los objetos de nuestra vanidad privada, ya podríamos dar por enterrada su función pública (dejarlo como el espacio idóneo de nuestro narcisismo o nuestro síndrome de Diógenes). Y si únicamente funcionara como el receptáculo de las grandes causas, entonces habría que darle el tratamiento de un mausoleo (llenarlo de ideas, obras y próceres embalsamados).
Un museo que hoy se precie está obligado a ser justamente lo contrario a un mausoleo, pues se trataría de un museo que ha sobrevivido a la avalancha.
Este museo del siglo xxi no puede ignorar la cultura rápida del zapping, el blink (parpadeo), el selfi, el wasap o el twitter, tan propios de esta época. Pero tampoco debería esquivar la secuencia de selección, cocción y digestión que marcó lo mejor de la cultura del siglo xx, que es el siglo de apogeo de los museos modernos.
Sabemos que cualquier colección de un museo es un rompecabezas de asuntos que podríamos armar y desarmar como quisiéramos. Así guerras y desplazamientos, los conflictos sociales y sus iconografías, los documentos y sus archivos, los pulsos entre la estandarización global y las particularidades locales. No faltan, por otra parte, reivindicaciones de género, ecologismo, denuncias de estos tiempos precarios…
En fin, los museos habituales se comportan, en buena medida, como un compendio de las grandes causas y, por eso mismo, de las grandes decepciones del siglo xx; con el museo proyectando sobre el mundo la imagen de su fracaso.
No es extraño, entonces, que las nuevas generaciones, nacidas digitales, miren con indiferencia a estos edificios. Abonadas, como están, a la precariedad, el corte y pega o el Do it Yourself. Acostumbradas a producir o compartir imágenes cada minuto de su vida. Enfrascadas en su exposición cotidiana, la cual ya ni siquiera necesitan colocar en un templo del arte.
Y es que esas nuevas generaciones son, por así decirlo, extramuseísticas. Aunque, eso sí, no pueden dejar de exhibirse continuamente en las redes sociales. Son egocéntricas, pero les resulta imposible dejar de compartir su experiencia.
Decía Henri Michaux que el artista es alguien que no puede resistirse al impulso de dejar huellas. Lo que pasa es que para satisfacer esa necesidad irreprimible de dejar rastros… ¡ya no hace falta ser artista!
Esta compulsión se ha convertido, de hecho, en una conducta cultural de este tiempo en el que la muchedumbre actúa “como si fuera” un fotógrafo, un dibujante o un videoartista. Coronando lo que, según el primer Marx, era la verdadera utopía: con la gente cazando y pescando, escribiendo o haciendo música, sin necesidad de ser “cazador, pastor o músico”. O certificando la idea de Beuys que nos avanzaba que, precisamente por hacer todas esas tareas, cualquiera podía considerarse un artista.
Por eso, hoy el malestar del arte no emerge de su dificultad, sino de su facilidad. Y del acceso sin límites de cualquiera de nosotros a unos medios que registran, segundo a segundo, el inmenso horror al vacío que gobierna la cultura contemporánea. Estamos sumergidos en un estilo de vida artística, pero sin arte a la vieja usanza; una estética sin poética, una exposición infinita sin necesidad de museo que la albergue.
Esa propagación ha despoblado al museo, pero no lo ha destruido. Más bien lo ha congelado, manteniéndolo como ese ámbito neutro que una vez fue definido como el impoluto Cubo Blanco. En 1979, Rosalind Krauss publicó La escultura en el campo expandido. Y lo hizo, precisamente, con el objetivo de describir el salto del arte más allá de los propios confines de ese Cubo Blanco. Ante un malestar que ya no podía resolver en sus predios, hubo artistas que intentaron salvaguardar la escala humana.
Ya el hombre había pisado la luna y Kubrick había estrenado 2001: Odisea del espacio. Ya Paul Virilio había hablado de la estética de la desaparición y Nan Jun Paik había desplegado el videoarte. Ese mismo año, 1979, Lyotard publicaba La condición postmoderna. Pero Ana Mendieta o Robert Smithson optaron por remontarse a eras pasadas para sacudir las jerarquías del mundo occidental, indagar en la perseverancia del humanismo previo a la vida moderna o investigar ese momento en el que aún la cultura no circulaba como mercancía.
Es obvio que estos artistas se valían de la tecnología del momento, pero su inquietud no estaba determinada por esta. No era la revolución tecnológica, ni siquiera la política, lo que les alentaba –aunque no fueran ajenos a una y otra– sino una resistencia humana, acaso demasiado humana, para que podamos entenderla del todo en los días que marcan nuestro presente.
En esos tiempos, el arte vivía una incomodidad que ya no podía resolver dentro de sus límites, así que no tuvo otro remedio, como apuntara Engels sobre el capital, que expandirse o morir.
Pues bien, hoy el dilema del arte se presenta, prácticamente, al revés: o se contrae o desaparece. De ese encogimiento también dio cuenta Huxley, para quien no había otra salida que aligerar la abundancia que abocaba al arte de su tiempo a la mediocridad, de la misma manera que la mediocridad abocaba a la literatura a la abundancia.
Desde ese horizonte, es posible soñar, a contrapié, con obras agazapadas que consigan validar esta frase lanzada por Huxley para ahora mismo: “Si tuviéramos tiempo de pensar en otra cosa que no sea la crisis económica, nos daríamos cuenta de que también estamos en las garras de una crisis estética e intelectual”.
De eso tratarían, entonces, los museos encargados de acompañar nuestra supervivencia. Espacios que funcionarían como protectores contra la facilidad ígnea de esta época que arde por multiplicación, por abundancia, por sobreexposición y por el triunfo definitivo de lo posible sobre lo necesario.