Iván de la Nuez
En el año 2013, Carlos Marx fue el autor más editado, su nombre presidía el festival filosófico que tuvo gran éxito en Londres, y las peregrinaciones a su tumba eran numerosas. Entonces, se escribieron decenas de libros sobre su legado, se recopilaron sus escritos periodísticos, los panfletos se pusieron de moda como imitaciones y al mismo tiempo veneraciones del “Manifiesto comunista” (el libro más reproducido del año en distintos países de Europa).
Todo esto tenía su lógica, dado que el mundo estaba inmerso en las mareas dejadas por el boquete financiero dejado por Lehman Brothers, las primaveras árabes, las plazas ocupadas por los movimientos de indignados, la crisis de los partidos políticos tradicionales -¡“No nos representan”!- y la convicción en los movimientos sociales de que otro mundo era posible.
No habían llegado al poder ni Trump ni Bolsonaro, y la extrema derecha parecía atajable, así que buscar respuestas en el fundador del comunismo era más que plausible. Si el capitalismo desterraba a la socialdemocracia, echaba por la borda las políticas de contención (y contento) social, y se aplicaba una política de ganancia a toda costa, escarbar en los escritos de su principal crítico podía ser provechoso.
Apenas seis años después, las noticias sobre Marx van por un camino opuesto. Su tumba ha sido atacada dos veces en estos días, con pintadas y martillazos. Se habla, para explicar esto, de una conexión con la marea de retroceso social que va creciendo, de modo que esa furia anti-Marx adquiere un matiz simbólico y freudiano. Hay que matar al padre, aunque sea el padre del enemigo.
Ya hemos escrito por aquí que levantar o destruir tumbas son formas del animismo político. Estas se veneran y se odian con una intensidad irracional que debiera parecernos impropia del siglo XXI. De alguna manera, esta tradición nos enlaza con la prehistoria y demuestra lo poco que nos hemos distanciado de la horda primigenia.
Entre la adoración y el martillazo no hay más que un paso, la misma distancia entre un cohete y la Luna. Los mismos centímetros, a fin de cuentas, que separan nuestra civilización de nuestra barbarie.