Por Pedro de la Hoz
Cuando en Cuba y otras partes de la región se celebra el centenario del nacimiento de Bartolomé Maximiliano Moré –dígase el Benny a secas y todos saben de quién se trata–, México no puede estar ausente. En México fue donde el genial cantante, que vino al mundo el 24 de agosto de 1919 en Santa Isabel de las Lajas, alcanzó temprana nombradía y, como veremos, maduró las ideas que lo condujeron a cristalizar un estilo único e irrepetible.
El 21 de junio de 1945 Benny llegó al Distrito Federal y permaneció en tierras mexicanas hasta su regreso a la isla en 1952, casi siete años decisivos en su crecimiento. Viajó con el conjunto de Miguel Matamoros, uno de los más reconocidos trovasoneros de todos los tiempos, quien lo había incorporado a la agrupación en 1944 para unas sesiones de estudio en el local de la RCA Víctor, en la intersección de las calles habaneras de Monte y Prado.
No más arribar a Ciudad de México, a Benny se le abrieron los cielos. En Cuba era apenas conocido, y venía de precariedades sin cuento. Con Matamoros se presentó en la emisora XEW de Azcárraga y animaba las noches en el cabaret Río Rosa. El contrato expiró unos meses después y los músicos emprendieron el camino del retorno, salvo el pianista Ramón Dorca, un trompetista apodado Calaverita y Bartolomé, que todavía no era Benny. Matamoros lo aconsejó: hazte un nombre, trabaja y respeta a los mexicanos, no le des mucho al trago –esto último no caló en el joven–, y no vuelvas la espalda a quienes te ayudan.
Cambió de nombre, primero probó con llamarse Homero. Bartolomé no, pues costaba pegarlo en el público, y el diminutivo Bartolo ni pensarlo: así le decían en México a los asnos. Benny sonaba bien, como el jazzista estadounidense Benny Goodman. Nacía por segunda vez Benny Moré.
Así se fue insertando en la vida musical mexicana, con la venia de otros cubanos ya instalados, como Kiko Mendive, el bongosero Chicho Piquero y la deslumbrante Ninón Sevilla, y los nuevos amigos mexicanos, entre los que se hallaban Alfonso Ortiz Tirado, Fernando Fernández, Miguel Aceves Mejías y el esencial Pedro Vargas.
El gran impulso lo recibió de Humberto Cané, contrabajista que lideraba un conjunto de sones –en tierras mexicana se hablaba por entonces de ritmos afroantillanos–, quien introdujo a Benny en la órbita de Mariano Rivera Conde, a la sazón gerente de la RCA Víctor mexicana, y artífice del no tan distante anclaje definitivo del cubano con esa casa discográfica en calidad de artista exclusivo. Al Benny hay que disfrutarlo en la guaracha Mi negrita rumbera, de Homero Jiménez y Hasta cuándo, son montuno de Ortiz y López, grabados con el conjunto de Cané en 1947.
Con las orquestas de otros tres grandes músicos cubanos Benny penetró por esa época en el gusto de las audiencias mexicanas: Mariano Mercerón, Arturo Núñez y Rafael de Paz. Es el Benny que la gente fija cuando lo oye en Me voy p’al pueblo (Mercedes Valdés), Parece que va a llover (Antonio Mata), Loca pasión (Edmundo Domínguez), Ya son las doce (Juan Bruno Tarrazas), El bobo de la yuca (Marcos Perdomo), San Fernando (Lucho Bermúdez), ¿Dónde estabas tú? (Ernesto Duarte Brito), Yo no fui (Consuelo Velázquez), El marranito (Aarón González), ¿Qué pasará? (Arsenio Rodríguez), Mata Sigüaraya (Lino Frías), Yiri Yiri Bon (Silvestre Méndez) y una de su propia cosecha, Qué aguante.
Se ha especulado y hasta falseado el papel desempeñado en la carrera de Benny por Dámaso Pérez Prado, el llamado Rey del Mambo. Hay que poner los puntos sobre las íes. Benny ya contaba con cierta notoriedad en México cuando a finales de 1948 llegó Pérez Prado a México y consta cómo el lajero, que acababa de firmar con la RCA Víctor el contrato de exclusividad, intercedió con la casa que a Dámaso le dieran igual tratamiento.
Con sentido de justicia, el musicólogo cubano Raúl Martínez Rodríguez escribió: “Con este encuentro se reunieron dos genios: en Benny Moré estaban el talento y la intuición natural; en Pérez Prado, además de todo eso, el dominio de la técnica y una enorme facilidad para hacer música. De esta feliz unión surgieron infinidad de grabaciones que aún en nuestros días mantienen intactos no solo sus valores musicales, sino también su gracia y su frescura. Como ejemplo de lo que afirmamos, nos vienen a la memoria títulos como Pachito e’ché, de Alex Tovar; Rabo y oreja, de Justi Barreto; Barbarabatiri, de Antar Daly, y Bonito y sabroso, del mismo Benny”.
Hubo gente que echó leña al fuego, al punto que años después, de paso por Puerto Rico, un periodista indagó con el Benny por los supuestos “cachivaches” (sic) entre Pérez Prado y él. Benny desmintió la especie, pero introdujo un dato no del todo cierto al decir: “No, nosotros nunca trabajamos juntos, sólo grabamos”. Existen testimonios de que actuaron en vivo en el teatro Blanquita, del Distrito Federal, y de una gira a los carnavales de Panamá.
Uno de los más importantes estudiosos de la discografía de Benny, el cubano Pepe Reyes Fortún, concluye: “… las evidentes diferencias personales entre ambos alcanzaron tal clímax en este país (Panamá) que no tardaron en acelerar la ruptura total en la relación artística de este binomio músico de excepción. (… ) Prado llegó a declarar públicamente en algunas entrevistas que la voz de Benny era una de las más grandiosas que había escuchado”.
Otra verdad comprobable es la siguiente: la impronta de Pérez Prado, no la única, gravitó sobre los pasos que daría Benny al regresar a la isla antillana y fundar su Banda Gigante. Pero eso será materia de la nota que seguirá a ésta, sobre los años cubanos y definitivos de Benny Moré.