Por Uuc-kib Espadas Ancona
En 1988, Salman Rushdie publicó Los versos satánicos, novela en la que se hacen descripciones, digamos, menos que respetuosas de Mahoma, lo que desató la ira de importantes segmentos del mundo islámico y fue condenado a muerte por el ayatola Jomeini. En 2015, el periódico satírico Charlie Hebdo, que había venido criticando al islamismo con irreverencia, sufrió un atentado en sus oficinas, que resultó en el asesinato de doce personas, entre ellos cinco de sus caricaturistas. En ambos casos, la indignación se extendió velozmente por Occidente, donde de manera muy amplia se consideró que esos actos golpeaban directamente el derecho básico de la libertad de expresión. La enorme mayoría de las voces públicas en México manifestó su reprobación hacia ellos y se revivió el debate de las raíces de la libertad de expresión y sus límites. De manera otra vez muy amplia –en una sociedad plural es muy sano que jamás haya unanimidades–, se consideró que lo único que puede, legal y legítimamente limitar esta libertad de expresión, es la afectación de los derechos de otros, con diversas particularidades.
De esta forma, la libertad de expresión no protege, por ejemplo, la pedofilia, el robo intelectual o la calumnia, entre otras cosas. Sin embargo, la capacidad de ofender no se encuentra dentro de estas limitaciones. Esto significa que, por ejemplo, si alguien considera que obligar al uso del velo a las mujeres musulmanas atenta contra el sano desarrollo personal de éstas, tiene todo el derecho de hacer burla de esa práctica, aunque esa burla pueda resultar ofensiva para quienes ven en ella una forma válida de pudor basado en lo social y, especialmente, en lo religioso. El ofendido no tiene derecho a reclamar un castigo al ofensor.
Esto es un elemento integral de la libertad de expresión, pues es difícil encontrar opiniones sobre cualquier tema socialmente relevante que puedan no resultar ofensivas, en una medida u otra, para la contraparte. Pensemos, simplemente, en las burlas de los caricaturistas mexicanos a figuras políticas, religiosas, empresariales y de otro tipo descubiertas en faltas legales o éticas. La crítica se expresa en mofas apabullantes, que suelen ser muy insultantes para quienes son objeto de ellas y que, culpables o no, seguramente se sienten ofendidos, al igual que las personas cercanas a ellos y no pocos de sus seguidores.
La inclusión de esas ofensas dentro de los márgenes de la libertad de expresión es, fundamentalmente, un instrumento social para permitir la coexistencia no violenta de actores sociales más o menos confrontados entre sí. Cada quien tiene derecho a decir casi lo que le venga en gana, y el ofendido tiene derecho a considerar que las expresiones del otro son una bajeza, que el otro es un miserable y que adolece del mínimo respeto a los demás, y a su vez tiene el derecho de expresar opiniones encontradas sobre el tema, así como de hacerlo en forma insultante y ofensiva (hasta en tanto no se crucen límites como por ejemplo la calumnia). A lo que nadie tiene derecho es a esperar que el poder público sancione a los ofensores, mucho menos a cobrar los agravios directamente, como en los dos casos mencionados. El acuerdo de convivencia social en el que vivimos incluye, pues, el derecho de expresar ideas ofensivas, de gritonearse, de decirse de cosas, pero no de matarse por las ofensas recibidas. Pretender, por el contrario, una censura que evite las ofensas choca con la experiencia histórica de que el poder de limitar discrecionalmente lo que los otros dicen acaba sirviendo a intereses de una parte, enfrentando a las otras a la alternativa de rendirse al poder o confrontarlo desde la ilegalidad. La libertad de ofender es, pues, un avance civilizatorio en la convivencia entre los diversos segmentos sociales.
Ahora bien, lo que vale para los musulmanes vale también para los cristianos, católicos entre ellos. En 1988, el Museo de Arte Moderno cerró abruptamente una exposición que incluía sátiras de imágenes religiosas, incluidos Jesús y la Virgen de Guadalupe. Una multiplicidad de grupos de esta confesión se movilizaron coordinadamente y, bajo amenaza de asalto al museo, obligaron al retiro de las obras en cuestión, so pena de destruirlas. Hace pocas semanas, algo muy parecido ocurrió con la exposición del Zapata afeminado en Bellas Artes, y durante las secuelas del escándalo, otra ola de profunda indignación recorrió las redes sociales con motivo de la caricaturización de diversas imágenes de la Virgen de Guadalupe. Su intención era, desde luego, incomodar y hasta insultar. Exaltar emociones. No inventan nada nuevo, ésa ha sido también una función histórica de las prácticas artísticas. Ahí está el estridentismo fundado por el veracruzano Manuel Maples Arce para dar testimonio de ello. (Supe de su existencia en 1990, una noche al bajar del taxi frente a la sede de la maestría que entonces cursaba. Un cuadro como de un metro de alto que estaba colocado en medio del parque, que llevaba el nombre del papanteco, llamó mi atención. Tras unos segundos de sorpresa, identifiqué la pintura en relieve como una enorme vagina cuasi realista. Un buen tributo a la estridencia. Por cierto, el cuadro permaneció en el parque un par de días. Cosas de la liberal Xalapa, lo que seguramente ofendió a más de cuatro).
Y bien, pues así como en aquellos años veintes del siglo veinte, los del estridentismo, en los que en pocos días empiezan, los años veintes del siglo XXI, quien se sienta agraviado tiene todo el derecho de ofenderse y de expresarlo, a lo que no tiene derecho es que los ofensores sean sancionados.