Yucatán

¡No caces en Janal Pixán!: Don Severiano de Yaxcabá narra cómo, por desoír a su padre, sintió la presencia de los que ya no están

Don Severiano Poot Aké de 86 años recordó como los espíritus se encontraban de cacería en montes de Yaxcabá.
En el campo percibió voces, al prestar atención, comprendió que los nombres que decían pertenecían a hombres que hacía tiempo habían muerto.
En el campo percibió voces, al prestar atención, comprendió que los nombres que decían pertenecían a hombres que hacía tiempo habían muerto. / Especial

Por la vereda que conduce al cementerio, que data del siglo XVIII, se observa a la gente ir y venir, limpiando las tumbas de sus deudos que partieron antes hacia el Xibalbá. Las historias de quienes ya no están, son contadas por los ancianos del pueblo de Yaxcabá, quienes aseguran que, si se guarda un silencio absoluto, aún es posible escucharlos platicar y sentir sus pasos buscando la cruz de ceniza que dejaron en cada esquina, una guía que los conduce de nuevo al hogar que habitaron en vida.

Bajo la sombra de un viejo roble que adorna la plaza principal, don Severiano Poot Aké, un anciano de 86 años de mente lúcida y memoria prodigiosa, compartió una de sus vivencias.

 “Dicen que en Tiholop las almas no lloran, regresan en silencio cada año y besan discretamente los pétalos del xpu’ujuk. Por eso hay que guardar respeto, porque ellos no ven, pero nos oyen. Con la brisa del viento nos acarician la mejilla y toman la sagrada gracia de las ofrendas. Por eso los abuelos dicen que no es bueno salir de cacería en estos días… no vaya a ser que alguien cace un pixán”, narró ante la mirada atónica de quienes lo escuchaban.

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Recordó que, en sus años mozos, acostumbraba salir a cazar. Sin embargo, unos días antes del 31 de octubre, su padre, don Alejandro, le advirtió que no lo hiciera. El joven Severiano, incrédulo y desafiante, desoyó el consejo y partió a pie por un sendero entre el monte, cuando el crepúsculo comenzaba a teñir de rojo la tarde.

Al llegar a su milpa, amarró su hamaca en las ramas de un árbol para espiar al venado, pero pronto escuchó los alaridos de perros que rompieron el silencio nocturno. Enseguida, oyó voces humanas que se organizaban para peinar el monte. Eran cazadores, pero había algo en sus tonos que lo estremecía.

“La misión es cazar”, ordenó uno de ellos con voz imperativa. “Caminen, aseguren cada disparo. Tenemos poco tiempo antes de que el canto de los pájaros anuncie la luz del día. Nos veremos por la laja, cerca de la milpa de Rogelio”.

En ese momento, Severiano comprendió que los nombres que escuchaba pertenecían a hombres que hacía tiempo habían muerto. Preso del miedo, decidió no bajar de su escondite. Su linterna no encendía y la oscuridad parecía acecharlo a cada instante.

Los ladridos y disparos resonaban entre los árboles, seguidos por voces que celebraban la presa obtenida y hablaban de su destino como bankúunsaj (ofrenda de comida). Cuando al fin amaneció, Severiano bajó del árbol y siguió los pasos de aquellos seres. Llegó a un altar con velas encendidas, jícaras de cáscara de cocoyol y pequeñas figuras colgadas de majagua que simulaban brazos de venado. A un costado, una cruz de flores de xtés marcaba el lugar.

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Se persignó y se retiró en silencio. “Cuánta razón tenía mi padre”  dijo entonces.

Desde ese día comprendió que, en los días previos al Hanal Pixán, no se debe salir de cacería. Los abuelos saben leer el tiempo, ya que aseguran que algunos espíritus reencarnan en los animales del monte, en venados, pavos o jabalíes, y cazarlos podría condenar el alma al inframundo.

Al comenzar octubre, en el pueblo el aire empieza a oler a atole nuevo, a elotes sancochados y a flores frescas; huele también a xtés, planta que aún siembran algunos labriegos en sus milpas. El viento susurra al oído de los vivos el anuncio de los pasos de quienes un día caminaron por esas mismas veredas y calles del lugar. Es la antesala del Hanal Pixán, el tiempo en que el ambiente se llena de incienso y de velas encendidas que anuncian los novenarios en las casas mayas al amanecer.

Este relato, heredado del abuelo Poot Aké, sigue haciendo eco en muchas vidas. Sus palabras enseñaron a andar sin prisa, sabiendo que el alma siempre llega a tiempo y que la memoria, como el viento de octubre, nunca envejece.