
Si alguna vez has caminado por las estrechas callejuelas de San Francisco de Campeche, quizás te hayas preguntado por qué parecen diseñadas como un laberinto. La respuesta no está en la arquitectura colonial, sino en la necesidad de escapar. Escapar de invasores, de saqueadores, de piratas que, en el siglo XVII, sembraron el terror en esta ciudad amurallada frente al Golfo de México.

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La capital campechana, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1999, guarda en sus piedras una historia de oro, sangre y resistencia. Su ubicación estratégica la convirtió en un puerto clave para la Península de Yucatán, y en los siglos XVI y XVII fue punto de tránsito de navíos españoles cargados con riquezas que los virreyes enviaban a Europa como tributo imperial.
Esa prosperidad atrajo a los piratas. No tardaron en llegar desde Inglaterra, Francia, Holanda y otros rincones del mundo. Algunos nombres aún resuenan en los relatos locales: Laurens de Graaf (“Lorencillo”), William Parker, Henry Morgan, Jean-David Nau, entre otros. No todos eran asesinos, dicen los historiadores; algunos se dedicaban al contrabando y tráfico de mercancías, pero muchos sí cometieron atroces crímenes.

Uno de los episodios más devastadores ocurrió en 1663, cuando una flota de al menos 15 embarcaciones piratas, liderada por el corsario inglés Christopher Mings, desembarcó directamente en las costas campechanas. No se limitaron a atacar barcos: invadieron la ciudad, saquearon viviendas, incendiaron almacenes y tomaron como rehenes a decenas de vecinos, provocando una ola de pánico y desolación. El ataque fue tan brutal que muchos habitantes huyeron, y los que se quedaron comenzaron a levantar defensas como la Puerta de Tierra, símbolo de resistencia que aún se alza frente al tiempo.
Hoy, esas historias sobreviven en forma de leyendas, muchas de ellas resguardadas en la Biblioteca de Cultura de Campeche. Son relatos que explican no solo el diseño urbano de la ciudad, sino también el carácter resiliente de su gente.
San Francisco de Campeche no es solo una joya colonial: es un lugar donde la historia se mezcla con el mito, y donde cada piedra parece susurrar los secretos de un pasado que se niega a ser olvidado.