Yucatán

Testigos del más allá: Don Federico Tamay cuenta cómo él y sus amigos presenciaron una procesión de almas en Tiholop

Don Federico Tamay Chi compartió una historia que relata que, hace algunas décadas en Tiholop, él y sus amigos Asunción y Gregorio, presenciaron un recorrido de fantasmas.

En ese momento, lo efímero, por un instante, se volvió eterno, relató don Federico
En ese momento, lo efímero, por un instante, se volvió eterno, relató don Federico / Especial

Entre la población maya peninsular y otras culturas del México precolombino y actual, octubre suele considerarse el umbral entre la muerte y la vida; el mes en que la gente limpia sus terrenos, arregla sus casas y los panteones comienzan a cobrar vida. Despiertan con las primeras flores, las velas y las visitas de quienes, bajo el Sol otoñal, acuden a despejar las tumbas de sus seres queridos.

Don Federico Tamay Chi, de 81 años, compartió una historia personal que relata que, hace algunas décadas en Tiholop, cuando era joven, él y sus amigos Asunción y Gregorio acostumbraban a salir de madrugada el 31 de octubre hacia el Centro de la pequeña comunidad, para escuchar los cantos y rezos temblorosos de los fieles que rompían el silencio del amanecer. Aquellas entonaciones delataban los novenarios que solían realizarse en las casas cercanas.

Eran al rededor de las 2:00 horas cuando el silencio lo cubría todo. Federico, con cierta audacia, comentó: “Miren, amigos, aquí abajo sólo se escuchan los ladridos de los perros y el canto de los gallos que anuncian el amanecer. Si están haciendo algún novenario y termina sin que lo escuchemos, no iremos a degustar nada. Subamos al techo de la comisaría municipal; desde ahí quizá logremos oír los rezos”.

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En el patio había una vieja escalera firme aunque tosca. Sin mucho esfuerzo, los tres lograron subir. Como si la sombra del amanecer se inclinara ante la brisa leve y el silencio del alba, los muchachos fueron vencidos por el sueño y quedaron profundamente dormidos.

Mientras tanto, por el Poniente un silencio abrumador invadió la calle principal. De pronto, luces destellantes comenzaron a avanzar como espumas que caminaban, murmurando en voz apenas audible nombres antiguos, como si temieran despertar a los vivos.

Asunción fue el primero en abrir los ojos. “¡Despierten, muchachos!”, susurró entre sobresaltos. “Despierten, que me atisba un son de incredulidad… ¿acaso mi alma camina entre ellas buscando un altar donde invocan mi nombre?”, dijo.

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Atónitos, observaron aquella procesión de almas avanzar sin ruido, sin soplo, pero con un misterio revelador. Lo efímero, por un instante, se volvió eterno. Polvo y luz cruzaron frente a ellos hasta desvanecerse en el Oriente, dejando sólo el olor a velas encendidas y flores frescas.

El tiempo pareció detenerse. Cuando el cielo comenzó a aclarar, las luces que se habían ido parecieron encender nuevamente sus vidas. Sobrios, pero absortos por lo que habían presenciado, bajaron del techo y siguieron el rumbo de las ánimas hacia Chikindzonot. En el camino, preguntaron a los vecinos que ya alistaban sus altares si habían visto pasar a alguien, pero todos respondieron lo mismo: “Por este rumbo no hubo novenarios ni rezos”.

Lo ocurrido aquella madrugada confirmó lo que la tradición maya sostiene: qué octubre y noviembre huelen a finados, mes donde las almas parecen cobrar vida, porque se escuchan, a veces se ven y hasta se conversa con ellas. Meses en que lo invisible se vuelve tangible y la memoria, carne. Donde las creencias dejan de ser mito para convertirse en verdades absolutas.