
El sol brillaba con fuerza sobre la playa de La Puntilla. Era uno de esos sábados que parecen eternos: niños corriendo con cubetas de colores, vendedores ambulantes ofreciendo raspados y familias enteras buscando un respiro del calor en las olas tranquilas del mar. Ana Eugenia Pérez Acosta llegó al lugar acompañada de sus seres queridos, con la sonrisa serena de quien encuentra en el mar un refugio, un momento de pausa en el torbellino de la vida cotidiana.

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Todo parecía armonioso: risas, música, el crujir de la arena bajo los pies. Ana Eugenia había compartido alimentos con su familia minutos antes de decidirse a nadar. Lo que no sabía, ni ella ni los suyos, era que el día terminaría marcado por la tragedia.
Según relataron testigos, el momento fue tan fugaz como aterrador. Mientras se encontraba dentro del agua, Ana comenzó a mostrar señales de desorientación. Sus movimientos se volvieron erráticos. Luego, un silencio abrumador: su cuerpo, boca abajo, inmóvil, flotaba entre las olas que segundos antes parecían inofensivas. La escena, enmarcada por la incredulidad de los presentes, se tornó en pesadilla.
Familiares y bañistas corrieron al verla, sacándola con desesperación del mar. Alguien gritó pidiendo ayuda. Otro marcó el número de emergencias con dedos temblorosos. En cuestión de minutos —aunque para quienes estaban allí pareció una eternidad— llegaron paramédicos de Protección Civil y elementos de Seguridad Pública. En la arena, la lucha contra el tiempo comenzó.

Intentaron todo: maniobras de reanimación, palabras de aliento y súplicas entre lágrimas. Lograron recuperar su pulso, una chispa de esperanza entre la angustia. Fue subida a una ambulancia rumbo a la Clínica Número 4 del IMSS, con el corazón aún latiendo débilmente, como aferrándose a la vida.
Pero el destino ya había tomado su curso. Al llegar a la rampa de urgencias, Ana Eugenia exhaló su último aliento. Silencio. No había más qué hacer. El parte médico fue breve: sin signos vitales. Afuera del hospital, los rostros se cubrieron de manos, los abrazos se multiplicaron como intentos de contener el dolor.
Horas después, el lugar donde la vida de Ana Eugenia se apagó seguía lleno de personas. Amistades, vecinos, familiares; todos esperando que alguien —una autoridad, un médico, un forense— pusiera nombre y orden al caos emocional que deja la muerte súbita de una madre, de una amiga, de una hermana.
La tragedia reaviva una advertencia antigua, a menudo ignorada: los riesgos de entrar al mar después de comer. Pero más allá de las lecciones preventivas, queda la historia de una mujer que buscó alegría y encontró su último respiro en el mar.
En La Puntilla, la playa inclusiva que ese día se convirtió en testigo de la fatalidad, las risas se apagaron temprano. El mar, que minutos antes abrazaba cuerpos felices, devolvió uno sin vida. Y en la memoria de los presentes quedará grabado el momento exacto en que un día luminoso se tiñó de luto.
JGH