
FUEGO EN ESCENA: LA GRAN LULÚ
Entre el ruido citadino, entre las crisis, imposibilidades y vorágine humanas, emerge la belleza. Entre el verde mangle y las calles de cantera resuena el nombre de una artista universal, cuya grandeza trasciende fronteras y épocas. Lourdes Ávila Reyes, mejor conocida como Lulú Ávila, se ha enfrentado por 50 años transcurridos con tesón, amor y desencantos a los retos para entregarse por completo al teatro y al público con dos grandes producciones para México y el mundo: Teresa Panza (de la que es protagonista) y Susana San Juan, monólogo para una sombra (en la dirección), dramaturgias del gran poeta y educador Brígido A. Redondo Domínguez.
Más irreales que sus personajes, Lulú (al frente de la compañía de teatro Personare) y Brígido se encontraron el uno al otro como el espejo al alma y lograron que Teresa, esposa de Sancho Panza, gritara a toda voz los desaguisados sufridos por ser mujer en el siglo XVII y demostrar en pleno siglo XXI que las injusticias de género persisten bajo nuevos disfraces. Con maestría escénica, ambos creadores elevaron la voz silenciada de un personaje secundario para convertirla en poderoso testimonio que tiende puentes entre épocas, recordándonos que el teatro no solo entretiene, sino que también confronta y transforma. Después, Susana San Juan, monólogo para una sombra, emerge de la mente del célebre Brígido Aureliano y Lulú construye “los caminos” de Comala por donde pasarán los fantasmas de Pedro, Susana y el pueblo. A pesar de que Brígido A. ya había partido, la segunda presentación de Susana San Juan en marzo de 2025 permitió a Lulú ser la capitana de un barco de estrellas, a través de las imperturbables líneas de Aureliano.

Muchos años atrás, Lulú, nacida en San Francisco de Campeche, se había nutrido de las enseñanzas y experiencias de Manuel Dodero, su primer director teatral, con quien aprendió la osadía de ir más allá de lo que sus ojos veían: “Hemos hecho cosas aventuradas, pero no al azar; ¡eso sí que de ninguna manera!, cada paso es una táctica”. La táctica y la estrategia han sido siempre para Lulú la forma de transformar un escenario en el híbrido de un fi lme, una obra literaria y el teatro. Así, para el montaje de Macbeth, Dodero contrató a un ajedrecista que le explicara las posiciones del jaque mate, de modo que los actores pudieran colocarse de una manera que lo representaran en escena. Lulú halló la forma de no dejarse envolver por la monotonía y el hartazgo en el constante ejercicio de leer, actuar y dirigir; de no poner los mismos muebles en la escena, los mismos floreros ni caminar en la misma dirección.
“Tuve el buen tino de darme cuenta a tiempo, gracias, a la brillantez de muchas de las personas con las que he tenido la fortuna de trabajar”. Lulú es también un personaje fi el y vivo; fi el a sus convicciones de que el trabajo dignifica y el arte libera y construye. Para ella siempre hay misterios que conducen a una historia, y es la curiosidad, fortalecida con la disciplina, la entereza, valor, pundonor y humildad, lo que la ha llevado a ser un personaje ilustre, vivo, de Campeche. Ávila se rodeó de los mejores escritores, directores, escenógrafos, y se creó así misma como actriz, directora y música del grupo U k’ayil-kah. A Lulú la encontró un libreto “Para mi fortuna, en las obras con Brígido siempre lo tenía a mi lado.
Pasábamos largas horas debatiendo, y él me daba verdaderas cátedras para responder incluso las preguntas más sencillas. Gracias a eso, como directora y actriz, lograba pisar un terreno mucho más firme”, expresó Lulú, de cuerpo generoso y espíritu vivaz, una humanidad que se refleja tanto en su presencia física como en su interpretación. Desde su sillón en medio de un escenario vacío, donde un pequeño halo de luz disipa la oscuridad, dice con un dejo de misterio: “El autor nunca te cuenta toda su verdad. Siempre se guarda algo para él”, pero te entrega el libreto de tu vida. Aureliano, siempre la ayudaba a descubrir el fondo de la historia que representaba con todos los recursos.

A través de diálogos entre los titanes, el escenario ardía con la fl ama intelectual de dos ilustres para el gran jaque mate de la vida teatral. Teresa Panza era personaje ideal, y aunque muchos criticaron el porqué hacer personajes de otra época, Lulú supo defender a la mujer que Brígido Aureliano siempre evocaba en sus obras, la que poco o nulos derechos tenía y cuya palabra en casa ni siquiera existía. Una mujer sometida, sin oportunidades de leer, de estudiar, sin más derecho que tener hijos. Aureliano y Lulú trajeron al público el profundo clamor de un alma atrapada en el tiempo. El temblor y la pasión de la vida, del derecho de ser. Tal fue la actuación que Teresa Panza se colgó la Medalla Manchega tras su presentación en la Casa de Cultura de Castilla La Mancha. Madrid, España, el 23 de abril de 2009. En el IV Festival Internacional de Teatro de Pequeño Formato, en Miami, Florida, Estados Unidos, Brígido cosechó dos premios por su trayectoria y Mejor Obra, y Lulú como Mejor Actriz Unipersonal, Mejor Dirección y Mejor Obra Unipersonal en noviembre de 2014.
Pasión y rigor: su manera de hacer teatro
Lulú dice que la exigencia, la entrega y la pasión son los ejes rectores del trabajo: “Son los que te ayudan a llegar a una noche de función después de haberte caído durante el ensayo, si arrastras el pie o tienes el dedo destrozado, lo que necesitas es una inyección para calmar el dolor y salir a escena”, aunque, a veces, el golpe puede ser emocional. Sea como sea, la función debe continuar. “Me tocó dar un concierto aquí mismo, en el Juan de la Cabada y era dedicado a Cuba, a los soneros. Era un concierto muy alegre, cinco días atrás había enterrado a mi hermano y tuve que ir al ensayo general a Mérida, con la orquesta. Además, me tocaba compartir escenario con dos grandes talentos cubano y yucateco, la única campechana era yo. Entonces, ¿Cómo dejaba yo mal a mi gente? Dos días después yo estaba dando un concierto.
Luego me tocó dar una función de Teresa Panza en un festival de monólogos, cuando a mi hermana la acabábamos de enterrar”. Por eso, las lágrimas de Lulú en el escenario son reales y su sonrisa el telón de un amanecer. En cada función dejaba pedazos de su vida, emociones sin máscara, y una entrega que iba más allá del personaje. Para ella actuar era vivir en escena con la misma intensidad con la que amaba, pensaba y recordaba. “ Me construyeron muchas personas. Mi papá era un hombre indestructible que no se dobló ante nada en la vida y que luchó mucho. Pero mi madre, niña queridísima de su padre, fue enviada como maestra en el campo rural en uno de esos pueblitos que ya ni existen y al que sólo se llegaba en carreta o mula.
A ella le dieron una escopeta por si acaso un lince o jaguar se aparecía en la noche y la atacaba, así que, sin experiencia alguna aprendió a usar la escopeta y llegó al pueblo donde ya habían linchado a una maestra porque no les gustó. Pero la música le salvó la vida, porque tocaba el piano, la guitarra y cantaba muy bonito, entonces formó su grupo de músicos en el pueblo y tenía su grupo de artistas”, cuenta Lulú, quien heredó esa gracia de su madre para cantar trova, lo mismo cumbia que temas reflexivos en el grupo U k’ayil-kah. “Yo llegaba a la casa donde vivía mi mamá y había un piano. La señora de la casa le decía: ‘Toca algo, Carmelita, por favor’. Y allá, en la tiendita de al lado, los señores se sentaban sólo a escuchar a la maestra que venía de Campeche y tocaba el piano.
Fue tal el cariño que un día ellos mismos viajaron hasta Campeche para pedir a las autoridades que no les quitaran a su maestra.” Lulú aprendió de todos e hizo su regla de vida. “A mí no me quedó de otra que aprender, pero además te enamoras y cuando eso se convierte en tu gran pasión ya tienes una regla de oro y no lo vas a soltar”, dice mientras sus ojos brillan, más que los de un lince en la oscuridad. Después de una de las últimas funciones de Teresa Panza en España, ya con el corazón latiendo al ritmo de los aplausos y el cuerpo aun vibrando de escena, Lulú caminaba hacia el camerino cuando una voz, apresurada y entusiasta, la detuvo en seco. —¡Lulú, no te cambies la ropa, mujer! —le dijo su anfitriona española, Isabel, con ese acento que envuelve y arrastra—. Mira que hay un montón de amigos, familiares, conocidos que han venido de lejos sólo para verte.

¡Quieren hacerse una foto contigo! Así que, obediente y todavía envuelta en la energía del personaje, Lulú se ajustó la toca, respiró hondo y volvió al escenario. Y sí: ahí estaban los rostros sonrientes, curiosos, emocionados, esperando su turno para tomarse una foto, decirle unas palabras, tocar, aunque fuera un instante, esa presencia escénica que acababan de ver transformarse ante sus ojos. Entre saludos y abrazos, entre fl ashes y palabras afectuosas, alguien llamó la atención desde la penumbra. Sentado, casi escondido entre la platea, un hombre no quería acercarse. Lo animaban los demás: “¡Anda, que la actriz ya está cansada!” Pero él no se movía. Hasta que al fi n se levantó, cruzó el escenario y, sin decir una palabra, se colgó del cuello de Lulú y rompió a llorar. Brígido Aureliano, testigo silencioso, no entendía lo que estaba pasando. Lulú tampoco.
Entonces, entre sollozos, el hombre dijo: —No lo puedo creer... Me han traído desde México a una actriz para que me cante la nana que me cantaba mi abuela cuando yo era niño. Lulú se quedó helada. No entendía si el hombre lo decía en serio. Esa canción la había creado años atrás en el escenario de Campeche para escucharse como una manchega. Pero ahí estaba aquel hombre, emocionado hasta las lágrimas, convencido de que había vuelto a escuchar la voz de su infancia, el eco de su abuela, el arrullo de un tiempo ido. Y en medio del desconcierto, Lulú entendió que el arte verdadero no tiene frontera ni fecha ni dueño. Cuando nace del alma, le pertenece a quien lo necesita. Ninguno de los tres —ni Brígido, ni Lulú, ni la anfi triona— daba crédito a lo que acababan de vivir. Pero en el fondo, sabían que así es el teatro cuando toca algo más profundo que el aplauso: la memoria, el origen, la herida.
En cada función, Lulú no sólo interpreta, sino que reescribe con su cuerpo la historia de muchas mujeres silenciadas; en cada nota que canta, resuena la herencia de su madre, y en cada paso sobre el escenario y detrás de él, vibra la inteligencia emocional de una artista que no actúa para aparentar, sino para desnudar verdades. La campechana universal, como muchos ya la llaman, ha trascendido la frontera del personaje para volverse símbolo. De Teresa Panza a Susana San Juan, del piano de su infancia al aplauso de auditorios en España y América, Lulú nos ha enseñado que el teatro, como la vida, es un juego de entrega y dignidad.
A los ojos del espectador puede parecer hechizo. Pero detrás de cada lágrima, cada gesto, cada palabra en escena, hay años de estudio, valentía y una ética inquebrantable: “A mí nunca me iban a aplaudir un error y una debilidad”, dice, y es ahí donde comprendemos que Lulú no se hizo actriz: se hizo fuego, mientras el cariño de Aureliano arde en la memoria.