Entre osarios y tumbas de piedra desgastada, algunas albergadas en un antiguo mausoleo que desafía al tiempo, el cementerio viejo de Champotón no sólo resguarda restos humanos, también custodia un cúmulo de historias, que se niegan a desaparecer. Según antiguos relatos, hace muchas décadas los pobladores realizaban un ritual que se efectuaba una sola vez, al cumplirse tres años del fallecimiento, lo llamaban “baño de sal” o “lavatorio de huesos en el mar”, una tradición que, según las creencias, purificaba el alma del difunto y conservaba sus osamentas.
Levantado sobre el malecón y el populoso barrio de San Patricio, el viejo cementerio se erige como un espacio donde el silencio se mezcla con el murmullo del mar y las oraciones de los dolientes, cada Día de Muertos, se convierte en un punto de encuentro entre la vida y la memoria. Los ancianos del pueblo, herederos de relatos transmitidos por padres y abuelos, cuentan que, al cumplirse tres años del sepelio, los familiares más cercanos guiados por el mayor de la casa y asistidos por el sepulturero exhumaban los restos, solían hacerlo al amanecer o al atardecer, horas en las que el alma parece más dispuesta a escuchar.
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Durante el ritual, los deudos encendían veladoras, colocaban flores, quemaban hierbas aromáticas como clavo y hojas de momo y elevaban plegarias por el descanso eterno del difunto. Las mujeres se arremangaban las sayas y cubrían su cabeza con rebozos; los hombres, en señal de respeto, se quitaban el sombrero.
Una vez exhumados, los restos eran llevados hasta la orilla del mar, donde se realizaba el baño de sal, el agua salada purificaba el alma, facilitaba su tránsito al más allá y protegía los huesos de las malas energías y los insectos. Al concluir el lavado, las osamentas se secaban con trapos de algodón y se dejaban al aire libre; mientras esperaban, los hombres brindaban con aguardiente y las mujeres compartían una copa de anís, entre risas nostálgicas y canciones dedicadas, recordaban al ser querido, cada nota era un suspiro, una forma de mantener su presencia entre los vivos.
Finalmente, los huesos se colocaban en pequeñas cajas de madera hechas del corazón de un árbol resistente, junto con flores aromáticas; como si el perfume guiara al alma hacia la eternidad. Este ritual, según los relatos, era un acto sagrado de amor y memoria, distinto al Choo Ba’ak que se celebra en Pomuch; pues este se realizaba sólo una vez, tres años después del deceso, como un puente simbólico entre la vida y la muerte.
Las historias fueron recogidas de voces que conocieron el Champotón del siglo XX: Guillermo Rosado, María del Carmen Rendiz Baeza, Lilia Rendiz Baeza, María Nunza, Candita “La Negrita”, Alberto Lanz Barrera, Joaquín Flores, y María Magdalena Aguirre, todos ellos que ya abandonaron este plano terrenal, pero que fueron documentadas por el maestro Onecíforo Castillo Flores.
Este pasaje se encuentra registrado en las páginas 119 y 120 del libro Leyendas de Champotón, del autor Mario Mijangos Sandoval (2022). Del mausoleo antiguo que aún se levanta en los pasillos del cementerio no existen registros oficiales que indiquen si los osarios de los siglos XIX y XX formaron parte de aquel ritual. Sin embargo, no se descarta la posibilidad. Debido a su deterioro estructural, no ha sido posible restaurarlo.
Durante un recorrido por el lugar, se halló una pila antigua, erosionada por el tiempo, con un tubo que alguna vez drenó agua salada. Se cree que allí, quizá, se lavaban las osamentas y no directamente en el mar, como narran las historias.
Un panteón que vive a través de sus leyendas
Entre sus piedras, el viento parece susurrar memorias olvidadas. En entrevista exclusiva para POR ESTO!, José Onecíforo Castillo Flores explicó que, aunque no existan registros oficiales, Champotón ha sido históricamente un municipio pluricultural, donde conviven diversas etnias y múltiples tradiciones.
Recordó que en 1994 inició una investigación sobre el vestuario y la música de la región, proyecto que culminó en 2015 bajo el título Champotón de mis amores, durante la cual conversó con los personajes que le narraron el ritual del lavatorio de huesos, interpretado como una purificación del alma y del cuerpo. “Hoy, aunque el ritual ya no se practica, su memoria sobrevive gracias a las historias que la gente antigua nos heredó”, señaló Castillo, tras una pausa, agregó “Todo cambia… las tradiciones cambian.
Quizá la globalización tenga mucho que ver”. Aunque no existen registros oficiales sobre el origen del camposanto, en él reposan tumbas que datan de los siglos XIX y XX, como la del célebre escocés José Mac-Dougal Beynon Cranston que data de 1886. Desde hace muchos años, cada Día de Muertos y cada 28 de agosto, fecha de su fallecimiento, su sepultura amanece adornada con flores frescas. Nadie sabe quién las coloca.
Los cuidadores del cementerio, pese a su curiosidad, jamás han podido descubrirlo y ese velo de misterio nutre la leyenda. La tradición oral apunta a que el escocés abandonó un contingente de coterráneos, construyó una casa a orilla de playa y aprendió el oficio de pescador, acompañaba sus alimentos con una salsa con especias que él mismo preparaba además de que enseñó a las familias locales el culto a San Patricio.
Por ello se le considera el creador del pámpano en salsa verde, joya culinaria de Champotón y fundador del barrio de San Patricio. La lápida de mármol de un metro de ancho por metro y medio de alto se alza junto a la pared norte del camposanto, algunos aseguran que su diseño imita la fachada de la catedral de San Giles, en Edimburgo.
Con 139 años de antigüedad, la tumba de Cranston sigue desafiando al tiempo y el deterioro. En su epitafio se lee: “Consagrado a la memoria de José Mac-Dougal Beynon Cranston. Nació en Escocia el 2 de junio de 1863. Murió el 28 de agosto de 1886, a los 23 años. El Señor lo dio, el Señor lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor.”, así, cada víspera de muertos, las flores vuelven a su tumba, como un gesto anónimo que mantiene viva la llama de la memoria.
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